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Diplomado en Creación Literaria con Manuel Pereira
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Cuatro días y tres noches en la Isla
CUATRO DÍAS Y TRES NOCHES EN LA ISLA
Por Isaac Magaña Gcantón (*)
No pocas veces a lo largo de la historia de la literatura –y muy especialmente la latinoamericana– han surgido autores que, ya sea por una cínica voluntad de posicionamiento o mera ingenuidad, folclorizan la realidad hasta el absurdo, volviéndola una caricatura de ella misma. Pulverizan la búsqueda en favor de la consagración. Escritores que parecen mucho más interesados en escribir un relato entretenido para ser leído con facilidad que por trabajar, aunque sea mínimamente, con el lenguaje. Lo que es peor: estos autores, aclamados por el gran público, proliferan y salen hasta de las alcantarillas. Los otros autores, los que –digamos– permanecen fieles a sus intereses y obsesiones, han sido expulsados, a veces de a poco y a veces con velocidades inusitadas, de un cada vez más limitado mercado editorial. De ahí el interés por poner el ojo siempre sobre lo diferente. De ahí el interés que despierta El beso esquimal. Tanto en el discurso como en la práctica, el autor de este libro se aleja de los temas de moda y cuestiona, desde su trinchera, las literaturas de entretenimiento, a los artistas funcionarios y a los escritores influyentes –por hacer algunas menciones–. Su postura es la de quien busca la renovación del lenguaje, no la fama.
Ahora, a manera de cartografía general, podríamos decir que El beso esquimal es la historia de un intelectual cubano que, exiliado como muchos otros, decide volver a la isla para visitar a su madre, a quien no ha visto desde hace doce años y quien se encuentra al borde de la muerte. La visita es fugaz: cuatro días. En ese tiempo el personaje de Manuel Pereira (La Habana, 1948) tiene que lidiar con una turba de familiares interesados por los dólares que trae encima –que, sin ser demasiados, dentro de un régimen castrista terriblemente empobrecido parecen casi una fortuna–, las pésimas condiciones en las que vive su familia nuclear, los fantasmas del pasado, el Alzheimer de su madre y, por supuesto, los espejismos que envuelven la atmósfera de un país al que hace ya muchos años le pasó la aplanadora del tiempo. Todo esto atravesado por una duda insistente que mantiene la tensión a lo largo de todo el relato: ¿lo dejarán salir de nuevo de la isla? ¿O acaso el permiso que le han otorgado para ingresar es una trampa para atraparlo eternamente? ¿O tal vez es que la trampa es tan perfecta que uno cree entrar cuando ni siquiera ha podido salir? El autor conserva el misterio y para nuestra fortuna no lo resuelve de manera absurda (como ocurre la mayoría de las ocasiones en que una sola pregunta recorre un relato entero).
En esta dirección no es raro que El beso esquimal, además de una trama bien construida, sea una feroz crítica al régimen que no teme pasarle un rasero de hierro a una de las utopías más veneradas por los intelectuales a lo largo de la historia: el comunismo. Y no es que el autor trate de condenarlo en pro de una exaltación del capitalismo –de hecho, al interior del libro hay duras palabras hacia los dos bandos–, al contrario, de algún modo Pereira nos demuestra que de ambos lados las utopías existen, pero que lamentablemente siempre terminan por convertirse en fantasmas que recorren la realidad y la devoran. La hacen, siempre, al final, monstruosa. A esta crítica se le suma una minuciosa descripción de la isla que va más allá de la mirada del turista, haciendo que lo ridículamente pintoresco no lo sea más: en El beso esquimal Cuba recobra su carácter de ciudad, es decir, sus tensiones, sus paranoias y sus contradicciones.
Por otro lado, a pesar de que en términos generales podríamos decir que en El beso esquimal las palabras han sido trabajadas con rigor y que el lenguaje está bien logrado, de momentos da la impresión de que el autor se decanta por el facilismo al introducir su protesta al interior de los diálogos. Y es que sin tratarse de conversaciones completamente plásticas, algo hay de irreal en lo muy bien dirigidas que están. Se extraña la digresión y el titubeo. Todos los personajes parecen arrojar sus frases con seguridad, muy conscientes de cuáles son las siguientes y qué es lo que buscan. De repente, especialmente en la sección titulada “Cuarto día”, resulta complicado establecer el pacto de ficción con el relato, pues los diálogos con mínimas digresiones rayan en el discurso doctrinario. Entretanto, la hermana del protagonista que al comienzo de la novela se nos presenta como demasiado ingenua y crédula del régimen, en las últimas páginas –como transformada por un arrebatamiento gnóstico– parece excesivamente complaciente con la opinión de su hermano y solo hace muy pequeñas intervenciones para interrumpir sus despliegues de sabiduría que son pronunciados con una ecuanimidad sospechosa.
El beso del esquimal es una novela potente, a la que sin embargo la traiciona la castidad del lenguaje de los personajes y la perfección de los diálogos. Lo que no impide que podamos recibirla con alegría y la recorramos con la emoción de quien recorre un museo de la memoria que se presenta, para quienes nacimos y crecimos en el centro del capitalismo, como un suceso extranjero y lejano. Manuel Pereira escribe un libro inteligente que se aparta de lo que estamos acostumbrados a entender por “literatura cubana”. No es que él la renueve personalmente, pero nos muestra la otra cara, la que se aparta del alambicamiento y también del oficialismo que acostumbra disparar balas de salva. En El beso esquimal no es así: las balas son reales y la escritura combativa. ~
(*) Publicado en Letras Libres, México, Agosto 2015.
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Entrevista: Un Ensayista que escribe Novelas
UN ENSAYISTA QUE ESCRIBE NOVELAS
Por Reinaldo Escobar / 14ymedio
Manuel Pereira no nació en Cuba, sino en La Habana Vieja. En su juventud hizo todos los viajes imaginarios que su febril fantasía le proporcionaba. Se hizo periodista y descubrió en el ejercicio de la palabra una vocación obsesionante. Ahora, después de haber conocido medio mundo, se ha establecido en México, donde hace las dos cosas que más le gusta: escribir y enseñar a escribir a los demás.
Recibe en su habitación de trabajo en el DF, rodeado de libros, cuadros y papeles.
Pregunta. ¿Cómo fue su transición de periodista a escritor?
Respuesta. Me inicié en el periodismo en 1969 y de alguna manera lo soy todavía. Mi primer intento serio con la literatura fue la novela El comandante veneno. La escribí entre 1972 y 1974 aprovechando unas guardias absurdas que teníamos que hacer en la recepción de la revista Cuba Internacional. Envié el manuscrito a un concurso literario que convocaba el Ministerio de las Fuerzas Armadas, llamado Concurso 26 de Julio. Lo mandé allí porque el premio a los ganadores era un viaje a la Unión Soviética con un acompañante y yo tenía entonces la ilusión de llevar a mi padre a Moscú a que conociera la momia de Lenin.
Mi padre había sido miembro del partido comunista y entregó el carné en 1948 porque le había nacido un hijo, que era yo, y quería entregarle toda la energía que le dedicaba al partido.
La novela permaneció secuestrada durante tres años en una gaveta de un teniente que casualmente se llamaba Raúl Castro
Un oficial de apellido Reyes Trejo, no recuerdo si capitán o mayor, que era el presidente del jurado, rechazó mi novela porque según él tenía notables influencias extranjerizantes, especialmente de García Márquez, que en esa época no era amigo de Fidel Castro y aparecía en una especie de lista negra donde estaban todos los intelectuales que habían firmado una protesta por el trato que había recibido en Cuba el poeta Heberto Padilla. Además, el oficial encontró "pasajes pornográficos" en una escena donde un alfabetizador, subido a un horcón se asombra mirando el cuerpo desnudo de una campesina adolescente.
Declararon desierto el premio. Y la novela permaneció secuestrada durante tres años en una gaveta de un teniente que casualmente se llamaba Raúl Castro. Sentí que alguna gente ya no me quería saludar. Comencé a ser visto como un escritor conflictivo y se me empezó a caer el pelo. Finalmente se publicó en 1977, se llevó a una versión de radionovela y más tarde tuvo una segunda edición.
P. No fue a la Unión Soviética, pero publicó El ruso, que es su segunda novela, donde el personaje vuelve a ser un adolescente.
R, Hacia 1962 o 63 estaba de moda ser ruso y el protagonista andaba en pleno verano con un abrigo de astracán. Esta novela tuvo menos promoción. La presentación se hizo en La Habana Vieja. Recuerdo que Eusebio Leal, que entonces no era tan conocido ni tan aceptado en los círculos oficiales, llevó un pequeño cañón que él mismo disparó con una salva. Para algunos jerarcas del Instituto del Libro la novela les pareció un poquito irrespetuosa con la URSS y no quisieron hacerle demasiada publicidad.
P. Entonces viene Toilette, que es la primera novela que usted hace fuera de Cuba y después desaparece por una década.
R. Toilette la empecé en La Habana sufriendo la ausencia de un baño propio en el solar de Mercaderes 2, donde entonces vivía. Ya aquí no se notan tanto las influencias de otros escritores, empiezo a madurar, a tener una voz propia. Me había curado de la fiebre garciamarquiana y de la influencia de Carpentier al que leía mucho y al que pretendía imitar, sobre todo en El ruso, que se desarrolla en La Habana Vieja.
En esos diez años lo más que hice fueron traducciones del francés y del inglés y un poco de periodismo en Barcelona. También impartí talleres literarios en Cadaqués y en una cárcel de Mallorca. Tenía que comer, pero además eso de la traducción es un trabajo que cuando uno se implica en él se universaliza.
'Insolación' está inspirada en una ocasión en que le regalé a Fidel Castro un dibujo que hice de él en una servilleta
P. Estamos en el 2006, y en Insolación, publicado en México, ya usted se muestra directamente como un contestatario que critica sin subterfugios a los gobernantes cubanos. A partir de esa novela Manuel Pereira se convierte en lo que las editoriales llaman un escritor productivo.
R. Sí, lo que pasa es que ahora esa novela me parece demasiado larga, aunque la historia transcurre en media hora. La gente no compra libros tan voluminosos, pero la insolencia del protagonista, que se atreve a decirle que no a Fidel Castro, me sigue pareciendo una buena trama, que está inspirada en una ocasión en que le regalé a Fidel Castro un dibujo que hice de él en una servilleta y que reproduzco de memoria en una de sus páginas.
En México encontré más tiempo para escribir y trabajos que se adecuaban mejor a mis intereses. Me siento mejor que en Europa, que se me hizo cruel. México es amable, "me apapacha" como se dice por aquí. Me puse como meta recuperar ese tiempo y en 2006 aparece una colección de cuentos bajo el título Mataperros ,en 2010 viene Un viejo viaje y la última, El beso esquimal en 2015.
P. ¿Se puede afirmar que toda su narrativa es de alguna manera autobiográfica, que nada más habla de sí mismo?
R. Casi todo lo que cuento lo he vivido, pero también narro la vida de mi generación. Ya la primera se la dedico "a todos los que cambiaron tenis por botas". Como sabe, le decimos tenis a las zapatillas deportivas y casi todos nosotros tuvimos que marchar en aquellas brigadas juveniles y luego en la alfabetización y en la recogida de café y el servicio militar... Muchas botas que hemos roto.
Esa es nuestra generación, la que creyó en tantas cosas y de tantas cosas se desilusionó
Esa es nuestra generación, la que creyó en tantas cosas y de tantas cosas se desilusionó. Pero también somos aquellos que sufrimos todas esas acusaciones de ser extranjerizantes, autosuficientes o padecer de alguna desviación ideológica. Hoy les agradezco a todos los inquisidores que padecí, aquellas descalificaciones que me excluyeron de estar en las aburridas reuniones de sus organizaciones políticas y que me dieron tiempo para leer a Marcel Proust, entre otros grandes.
P. ¿Y los ensayos?
R. Es en La quinta nave de los locos que empiezo a depender menos de las grandes voces que me habían obsesionado. Ese es el último libro que publico en Cuba, ahí descubro que más que contar historias o anécdotas lo que más me interesa es reflexionar. El libro obtuvo el premio nacional de la crítica del año 1988.
La prisa sobre el papel que es más bien una antología de artículos, Biografía de un desayuno, que incluye los textos de La quinta nave de los locos más cinco nuevos y finalmente, El Ornitorrinco y otros ensayos.
En realidad escribo novelas para que el público me conozca y se anime a leer mis ensayos, quisiera ser recordado, o al menos clasificado, como un ensayista que escribía novelas y no al revés.
P. Se maneja mucho un concepto que para hacer ensayos necesariamente hay que ser académico y lo que es peor, que es obligatorio cumplir con los estrictos requisitos de la academia. ¿Esa es su aspiración?
R. De ningún modo. Ese es el ensayo académico que es el que no leo y hasta combato. Son tesis doctorales que pueden tener alguna utilidad práctica, pero cuyo triste destino suele ser envejecer en los oscuros almacenes de las bibliotecas universitarias. En el mejor de los casos consiguen ser citados en otro ensayo académico, para ser parte de un curioso ciclo de reconocimiento recíproco. Prefiero ser un seguidor de otra tradición, la de Montaigne, Cioran, Tanizaki, Chesterton... que rompen con la camisa de fuerza de la academia.
P. Se dice que de joven incursionó en la poesía.
R. Sí, es cierto, pero el problema es que en ese tiempo conocí a Lezama y me di cuenta de que yo solo era un poetastro.
Hay algunos editores que se creen dioses y tienen la idea de que le hacen un favor a un escritor cuando les publican algo. Sin escritores no hay editores
P. ¿Cómo le va con los editores?
R. ¿Me está provocando? Hay algunos que se creen dioses y tienen la idea de que le hacen un favor a un escritor cuando les publican algo. Sin escritores no hay editores. Nosotros somos anteriores. Algunos ni te contestan; a veces me sacan de quicio y me da mucho placer poder decirlo antes de morir. Claro que hay excepciones como un joven cubano residente en Holanda que se llama Waldo Pérez Cino y dirige la editorial europea Bokeh, que publica en español y distribuye en toda Europa y New York. En México me ha publicado Textofilia, con los que me va bien.
P. Cómo maneja ese dilema que a veces tienen los escritores entre el deseo casi vanidoso de decir lo que se quiere decir y ese otro que llaman "la responsabilidad social del intelectual" que lo lleva a trabajar en lo que debe hacer o con lo que tiene un compromiso.
R. No tengo ese dilema. Lo que yo quiero decir coincide con lo que entiendo que tengo que decir. Soy testigo de una época. He vivido y he visto muchas cosas y quiero dejar un testimonio. No al estilo de Truman Capote, sino un testimonio novelado, donde tenga libertad de apelar a la ficción y de manejar el idioma de forma creativa.
P. Ahí suele aparecer otro dilema entre querer hacer todos los malabarismos con las palabras y con las construcciones idiomáticas, o escribir para ser fácilmente leído.
R. Ahí sí hay un dilema. Trato de hacer ambas cosas, pero si uno se pone a exagerar complicando la prosa, entonces nadie te entiende. El propósito ha de ser una prosa amena, que al mismo tiempo sea seductora, intrigante y también erudita. En Insolacióncreo haberlo logrado.
P. Proyectos actuales. ¿Alguna novela? ¿Cómo se llama?
R. Precisamente ayer encontré el final de mi próxima novela, que lo tengo aquí en estos papeles donde parece que hay mapas y diagramas. Pero hasta que no apareciera el final no podía seguir escribiéndola, que es como empezar a terminarla. Se desarrolla en Cuba, poco antes del Período Especial, pero no quiero hablar del tema porque si lo cuento se descubre el título y eso no se lo digo a nadie bajo ningún concepto. Lo importante es que ya tengo el final, así que este año pudiera estar publicada.
P. ¿Tiene el plan, la fantasía, de algún día regresar a vivir en Cuba?
R. No, en tanto no haya en Cuba un cambio profundo y se convierta en una sociedad democrática, donde se respeten los derechos, al menos los mínimos. El día que eso ocurra, si es que ocurre, podré volver.
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La Travesía del Desierto
LA TRAVESÍA DEL DESIERTO
Desde la segunda mitad del siglo XX los cubanos somos los judíos del Caribe y el malecón es nuestro Muro de las Lamentaciones. Entre otros temas, el asunto migratorio figura en el encuentro entre Raúl Castro y Peña Nieto en Mérida, Yucatán. Dos países unidos por lazos históricos: aquí vivió y murió el poeta José María Heredia, aquí se casó José Martí, por aquí pasaron los políticos Mella, Fidel Castro, Che Guevara. En 1951 Pérez Prado lanzó aquí el “Ruidoso Rico Mambo”, luego vinieron Benny Moré, Celia Cruz, “La Sonora Matancera”, las “Mulatas de Fuego” y, en los años sesenta, triunfó en radio y televisión “La Tremenda Corte” con Trespatines, Nanina y el gallego Rudesindo.
Todos estos ciclones jocosos, musicales y voluptuosos ligaron para siempre a México con Cuba.
Pero el éxodo cubano es una tragedia de dimensiones bíblicas. Si la travesía del desierto de los israelitas se prolongó durante 40 años, la del pueblo cubano dura ya medio siglo, contando desde la primera salida masiva por el puerto de Camarioca (1965), seguida por la estampida del puerto de Mariel (1980) que se reiteró durante la “Crisis de los balseros” (1994).
En 1995 cuando los guardacostas norteamericanos empezaron a devolver a los balseros cubanos interceptados en el Estrecho de Florida, los cimarrones insulares buscaron otras rutas hacia el sur. Empezaron a salir desde Camagüey, por Santa Cruz del Sur, rumbo a las Islas Caimán y Honduras. Incluso entre 2002 y 2004 muchos cubanos viajaron como turistas a Rusia, algunos pedían asilo político en la escala de Barajas y los que llegaban a Moscú la pasaban peor. Unos conseguían documentos para viajar a México a precios astronómicos, otros fueron a parar tan lejos que salieron con libre visado hacia Sao Tomé y Príncipe, en África Occidental.
México como puente hacia Estados Unidos se convirtió en la meta más codiciada. El rastro de “sangre, sudor y lágrimas” más persistente discurre hasta Guatemala dibujando una geografía del dolor que es la prueba palmaria del fracaso de la utopía cubana, pues, como decía Voltaire: “Se ha pretendido en varios países que no le estaba permitido a un ciudadano salir de la nación en que el azar le había hecho nacer; visiblemente el sentido de esa ley es: este país es tan malo y está tan mal gobernado que prohibimos a cada individuo que salga, por miedo a que se vayan todos”.
Esos fugitivos huyendo de la escasez crónica, de la represión, de la falta de derechos humanos individuales y de un futuro desolador, pronto se aglomeraron en Ecuador gracias a las estrechas relaciones ideológicas entre ese país y la isla. El gobierno cubano, como en otras ocasiones, necesitaba una espita para liberar vapor de la caldera y, también, una futura fuente de ingresos en dólares vía remesas familiares. Quito devino el lugar ideal para llegar a México en la larga peregrinación cubana. De allí salen en grupos hacia Colombia, luego Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México. El flujo de cubanos que llegan desde Ecuador a Tapachula, estación migratoria en Chiapas, oscila entre 40 y 50 por día. Buscan un salvoconducto para atravesar México como puente hacia la Tierra Prometida.
La diáspora cubana es la más vasta de la historia universal después de la judía en tiempos del cautiverio en Babilonia. Esta dispersión de cubanos errantes ha aumentado y se ha acelerado después del “deshielo” entre Cuba y EEUU incrementándose más aun con el rumor de la inminente derogación de la Ley de Ajuste Cubano. De más está decir que estos peregrinos tropicales se enfrentan a huracanes, tiburones, insolación, naufragios, selvas inextricables, ríos tumultuosos, tráfico de personas, policías y guerrilleros extorsionistas o ladrones…
Este éxodo cubano evoca las más arriesgadas ficciones viajeras: La Odisea, de Homero, el mito de Jasón y los argonautas, La Eneida, de Virgilio; Jonás y la Ballena, Los Lusiadas, de Camôes, Simbad el Marino; Robinson Crusoe, de Defoe, Los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Poe;Moby- Dick, de Melville, La esfinge de los hielos, de Julio Verne, la Isla del Tesoro, de Stevenson, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad y otras obras que no caben aquí.
La realidad cubana supera cualquiera de estas narraciones por muy fantasiosos y exagerados que hayan sido sus autores. En la película Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, el protagonista parafrasea al Che Guevara cuando dice: “Esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar… y no se detendrá hasta llegar a Miami”.
(*) Publicado en 14 y medio, el 8 noviembre 2015.
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El Beso Esquimal o el Regreso a la Memoria
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El Carretillero de Andrés
EL CARRETILLERO DE ANDRÉS
Por Manuel Pereira
Entre los amuletos que me acompañan en la travesía del desierto, atesoro una caricatura inédita de Andrés. Fechada en 1960, representa a un carretillero pregonando sus frutas y profetiza el canto del cisne de los vendedores ambulantes abolidos durante la “Ofensiva revolucionaria” de 1968.
Aparte de ser una reliquia del humorismo gráfico cubano, también parece preconizar el lento itinerario hacia la “economía del chinchal” ensayada por el raulismo.
Probablemente es un boceto de Andrés para alguna de sus fascinantes portadas en la revista Carteles que dejó de circular en el lejano 1960.
Durante 25 años he dialogado con los sensuales trazos de esta imagen, como en un conjuro fantasmal para invocar la economía de mercado, porque lo que mueve el pincel de Andrés es la mano invisible de Adam Smith. Mientras más contemplo su intenso colorido, más deviene una alabanza a la libre competencia, una apología de la propiedad privada y un agasajo a los emprendedores. Este alegre homenaje a la ley de la oferta y la demanda exaspera tanto a los ingenieros sociales, los utopistas, los demagogos y los comunistas que sería impublicable en la prensa cubana actual.
El magnífico Andrés García Benítez fue amigo de mi familia. De mi madre heredé esta joya arqueológica. Creo que fue en 1957 cuando ella me llevó al Taller del escultor Tony López, en Galiano, donde conocí a Andrés. De allí salió mi mamá con una copia del busto de Nefertiti que por entonces adornaba las vidrieras de “Fin de Siglo”, donde ella trabajaba como modista.
En 1966 Andrés inició un periplo por España y Puerto Rico. Regresó a los 65 años, ya ninguneado, para morir en su Holguín natal. Lo primero que muere cuando triunfa la utopía es el sentido común. Lo segundo, es el sentido del humor. Más que cualquier otra forma artística o intelectual, la caricatura es la que más se resiente bajo los regímenes fanatizados, porque su naturaleza consiste en satirizar y deformar rasgos. Nada es más corrosivo que la ironía y eso no lo soporta ningún Totalitarismo.
En la Alemania nazi ejecutaban a los llamados “graciosos” sólo por hacer chistes contra Hitler. En la Rusia estalinista no se publicaban caricaturas del Zar Rojo. En 1945, por llamar “bigotudo” a Stalin, Solzhenitsin fue encarcelado. En la España franquista también estaban prohibidas las caricaturas del Caudillo y algunos dibujantes, como Escobar, fueron encarcelados. En la Italia de Mussolini, la lupa de la censura y la marcialidad fascista se impusieron pese a ser un pueblo tan jovial.
Fidel Castro no tiene sentido del humor. Muy pronto se las ingenió para que no le llamaran “El Caballo”, aun tratándose de un apodo encomiástico. En 2014 Juventud Rebelde publicó once caricaturas suyas en un intento por demostrar que no había censura al respecto. Dos son anteriores a 1959 (sin barba), otras corresponden a los primeros años de su gobierno, todas muy complacientes con el retratado. En cualquier caso, once caricaturas para un período de 55 años es demasiado ruido para tan poquísimas nueces.
Jorge Mañach definió el choteo como “un peculio psíquico tropical”. Esa idiosincrasia criolla -descendiente del pitorreo andaluz- ha sido reprimida en la isla desde que llegó el comunismo, que no es más que un intempestivo remedo de la inquisitorial sociedad medieval.
José Martí tenía tanto sentido del humor que nos dejó un autorretrato caricaturesco. Batista tuvo que tolerar que lo ridiculizaran en los periódicos con los dibujos del “Reyecito”.
Hoy, a falta de caricaturas mordaces en los miedosos medios, el pueblo cubano se desahoga inventando casi a diario chistes susurrados contra el régimen. Parte de nuestro humor está asociado al pregón que ha producido tanta fortuna musical desde el siglo XIX. Una ciudad sin pregones de ambulantes no vibra, es un cadáver insepulto, pues le faltan esos latidos que sólo pueden emanar de un tejido comercial vivo y dinámico, como el que se aprecia en México.
Ojalá pronto la caricatura de Andrés se transfigure en una realidad palpitante, sin multas exorbitantes ni impuestos leoninos, sin inspectores voraces ni confiscaciones de mercancías, sin policías acosando a los carretilleros para que no permanezcan parados en el mismo lugar. Cuando esa pesadilla desaparezca, entonces, y solo entonces, el carretillero de Andrés prolongará su pregón hasta alcanzar su máximo esplendor.
(*) Publicado el 4 diciembre 2015 en Diario digital cubano 14 y medio.
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En Pañales
EN PAÑALES
Por Manuel Pereira
Alegoría del Mal Gobierno, de los hermanos Lorenzetti (Siglo XIV).
Decía Bernard Shaw: "A los políticos y a los pañales hay que cambiarlos a menudo... y por las mismas razones." El pueblo venezolano, en un acto de coraje y sabiduría, decidió cambiar los pañales.
A los populistas no les gusta cambiar pañales. Lo notamos en varios gobiernos latinoamericanos. Esa obstinada renuencia se advierte también en el tan cacareado “deshielo” Cuba-USA, que no ha salido de su era glacial, al menos no para el cubano de a pie.
A los populistas no les gusta cambiar pañales. Lo notamos en varios gobiernos latinoamericanos. Esa obstinada renuencia se advierte también en el tan cacareado “deshielo” Cuba-USA, que no ha salido de su era glacial, al menos no para el cubano de a pie.
La democracia en diversas regiones de América Latina sigue en pañales, muchos de sus políticos son como eternos lactantes, les faltan muchas noches de biberón. Tal es el caldo de cultivo idóneo para que se incrementen las tentaciones totalitarias.
Ya en 1960 Fidel Castro dio la pauta en su discurso: “¿Elecciones para qué?”.
Al sentirse elegidos por la Historia, los populistas devienen intransigentes, se arrogan una superioridad moral que les impide aceptar derrotas electorales, aspiran al poder vitalicio, igual que los papas y los monarcas, a la manera de la familia Duvalier y la dinastía norcoreana. Se aferran al poder, como los niños malcriados a su peluche o a su almohada, y por cualquier motivo arman un berrinche.
Ya lo dijo Francisco de Miranda cuando fue arrestado por Bolívar en la Guaira:
“¡Bochinche, bochinche, esta gente no es capaz de hacer sino bochinche!”.
“Esta gente” equivale ahora al chavismo y sus replicantes en otros países.
Todo esto no es más que realismo mágico mezclado con subdesarrollo. Es lo Real Maravilloso cuando se transmuta en lo Real Horroroso. Para Carpentier “lo maravilloso (…) surge de una alteración de la realidad (el milagro)”
En política ese “milagro” suele conducir a dictaduras implacables. En el Caribe pululan esas taras supersticiosas: Noriega con sus calzoncillos rojos, Trujillo escondiéndose de los relámpagos, la necrofilia política en torno al cadáver de Bolívar y al de Chávez, Maduro hablando con pajaritos o multiplicando los penes, la paloma en el hombro de Fidel Castro y otros disparates buenos para hacer literatura pintoresca, pero pésimos para dirigir el destino de millones de seres humanos.
Volviendo a la frase de Bernard Shaw: ¿se imaginan cómo huele el gobierno cubano tras más de medio siglo sin cambiar los pañales?
Víctor Hugo lo tenía claro: “Los reyes son para aquellas naciones que están en pañales”.
Otro síntoma de deterioro democrático es la palabrería ociosa de los populismos latinoamericanos. Me refiero a todo ese invento de “bolivariano” y “socialismo del Siglo XXI”.
El socialismo, el comunismo -o como quieran llamarle- es una invención decimonónica y siempre lo será. Es un sistema anticuado y fracasado. De nada vale intentar resucitarlo poniéndole etiquetas rimbombantes y nuevas fechas de caducidad cuando ya el producto está podrido a ojos vistas.
Los populistas son duchos en galimatías, no producen ni un tornillo, pero fabrican sofismas sin cesar. Aparte de ser una falacia, es una jerigonza cantinflesca eso de pretender ser bolivariano y socialista a la vez.
Bolívar no tuvo nada que ver con el socialismo. Para Marx, Bolívar era “el Napoleón de las retiradas”, un “cobarde, tirano, resentido, mezquino y mentiroso”, también lo consideró traidor por entregar a Francisco de Miranda.
Saltan a los ojos la incoherencia y la demagogia del chavismo: ese engendro sin duda concebido en La Habana donde ya intentaron hace años asociar pensamientos tan incompatibles como el de Martí y el de Marx.
Todo lo tergiversa “esta gente”. Al embargo le llaman bloqueo, por todas partes ven golpes de estado, se quejan de una “guerra económica” que ellos mismos provocaron…
Por otra parte, el caciquismo, el caudillismo y el patriarcado feudal son atavismos hispánicos muy difíciles de extirpar. Bien lo sabía Valle-Inclán cuando escribió su esperpéntica ficción Tirano Banderas (1926) con la cual inauguró un subgénero latinoamericano de temática dictatorial.
La secuela valleinclaniana incluye El señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, El gran Burundún Burundá ha muerto (1952), de Jorge Zalamea, Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos; El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier,El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, La fiesta del Chivo (2000), de Mario Vargas Llosa.
La proliferación de este subgénero literario no es casualidad, ni obedece a una moda, sino que es el reflejo telúrico, idiosincrásico y ancestral de una parte importante de nuestra realidad continental.
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El Fuego Invisible
EL FUEGO INVISIBLE
Por Manuel Pereira
En Otras inquisiciones, Jorge Luis Borges explicó que el emperador Shih Huang Ti quemó todos los libros anteriores a él. Su megalomanía costó tres mil años de sabiduría china que nunca vamos a recuperar. Los que escondieron algún ejemplar fueron marcados con hierro candente y condenados a construir la Gran Muralla.
En Occidente la piromanía como culto a la ignorancia la inició en 292 el emperador Diocleciano cuando redujo a cenizas los manuscritos de alquimia de la Biblioteca de Alejandría por temor a que aprendieran a hacer oro devaluando así la moneda acuñada por él. Treinta años después, Constantino condenó a la hoguera los escritos de Arrio, porque sus doctrinas heréticas negaban la divinidad de Jesucristo.
A partir de ahí, la cremación de libros se incrementó durante los diez siglos que duró la Edad Media. En 1480 el inquisidor Torquemada quemó el Talmud y mucha literatura árabe. Posteriormente el monje Savonarola estrenó en Florencia sus “hogueras de vanidades” donde ardieron instrumentos musicales, espejos, cosméticos, indumentarias lujosas, libros “licenciosos” -como el Decamerón, de Boccaccio- y hasta cuadros mitológicos de Botticelli.
En 1559 la iglesia católica instituyó el “Índice de libros prohibidos” (Index Librorum Prohibitorum) proscribiendo, entre otros, a Rabelais, a Copérnico, a Galileo, a Descartes, a Montesquieu… hasta llegar a Kant, Darwin, Flaubert y Sartre.
Durante el siglo XVI mexicano los obispos Diego de Landa y Juan de Zumárraga incineraron códices prehispánicos de incalculable valor. En el capítulo sexto de Don Quijote de la Mancha un cura, el barbero, una sobrina y el ama queman parte de la biblioteca del ingenioso hidalgo. El argumento de los pirómanos cervantinos es que esos libros volvieron loco al caballero andante. Esta excusa cínica se repetirá, con ligeras variaciones, hasta nuestros días. Los censores -siempre tan paternalistas- quieren salvarnos de nosotros mismos. Para conseguir ese edificante propósito son capaces de matar, como presagió Heinrich Heine: “Ahí donde se queman libros se acaba quemando también a seres humanos”.
En efecto, el fuego depurador reapareció en Berlín en 1933 cuando los nazis quemaron millares de volúmenes. Pretendían “purificar y sanar a la nación” entregando al fuego “libros degenerados”. En las piras alemanas humearon ejemplares de Thomas Mann, Heinrich Mann, Emil Ludwig, Bertolt Brecht, Jack London, Max Brod, Hemingway, Stefan Zweig… Al saber que habían calcinado sus obras, Freud comentó: “¡Cuánto ha avanzado el mundo: hace 300 años me hubieran quemado a mí, hoy sólo queman mis libros!”.
Los estalinistas no necesitaron recurrir a las llamas, porque en la sociedad comunista, donde todas las imprentas son estatales, basta con un riguroso filtro editorial para abortar en secreto cualquier obra sin que importe su calidad. Los soviéticos inventaron el fuego invisible. Menos espectacular que las fogatas, esa estratagema tiene la ventaja de aparentar que no existe la censura. ¡Quién sabe cuántos Bulgákovs y Pasternaks nos hemos perdido! Aún recuerdo, allá por 1980, a García Márquez en Moscú, muy disgustado cuando supo que habían suprimido algunos pasajes de la traducción rusa de Cien años de soledad.
En 1950 la China maoísta invadió el Tíbet y se destruyeron innumerables monasterios que atesoraban joyas literarias, artísticas y espirituales que no podemos ni adivinar.
Tres años después apareció Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde los bomberos, en vez de apagar incendios, queman libros con lanzallamas y persiguen a los lectores. No fue un azar que esa novela coincidiera con el macarthismo, cuando muchos libros fueron prohibidos o retirados de las bibliotecas, incluyendo clásicos comoRobin Hood y Espartaco, de Fast.
Los soldados de Pinochet quemaron libros sobre Cubismo creyendo que se referían a Cuba. Lo mismo sucedió con la “Serie Roja”, un libro de medicina sobre los glóbulos rojos.
Hoy los principales incendiarios son los enemigos de Internet: Correa en Ecuador, los comunistas chinos, la dinastía norcoreana, los hermanos Castro…
En junio de 1961 Cuba adoptó el invento soviético del fuego invisible. No hacía falta quemar libros, bastó que Fidel Castro pronunciara en la Biblioteca Nacional su consigna “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada” para incendiar todas las bibliotecas de la isla. Por cierto, esa frase lapidaria se la robó a Mussolini, quien dijo: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.
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Beethoven y violencia
BEETHOVEN Y VIOLENCIA
Por Manuel Pereira
La habitación de Alex DeLarge en La Naranja Mecánica, de Kubrick.
Al final de Psicosis (Hitchcock, 1960), la hermana de la desaparecida Marion registra la siniestra mansión que está detrás del motel. Sube la escalera, entra en el cuarto infantil de Norman Bates y ve un muñeco, un carrito de bomberos, un peluche, una camita revuelta… hasta que repara en un tocadiscos que llama poderosamente su atención. Se acerca curiosa al aparato donde descubre un disco de Beethoven: la Heroica, inicialmente dedicada a Napoleón.
El Maestro del Suspense sugiere que esa composición pudo fomentar la violencia del psicópata con personalidad múltiple. Norman Bates creció oyendo esa sinfonía, incluso sigue oyéndola, pues la camita revuelta revela que aún duerme allí a pesar de ser ya un adulto.
La violencia de esa música no es solamente romántica, sino que es el mito revolucionario musicalizado. Beethoven admiraba a Napoleón, lo consideraba el “liberador” de Europa, pero cuando el corso se autoproclamó Emperador, el compositor montó en cólera, rompió un lápiz y borró a Bonaparte del título de la obra gritando: “¡Ahora sólo... obedecerá a su ambición, se elevará más alto que los demás, se convertirá en un tirano!”.
En La Naranja mecánica, (Kubrick, 1971) de nuevo la música de Beethoven interviene en la conducta del sociópata Alex. La Novena Sinfonía es la favorita del violento y carismático protagonista. Las agresivas imágenes que esta obra suscita en la mente de Alex están secuenciadas en el filme. La señorita Weathers -la pelirroja de los muchos gatos- a quien Alex acosa y asesina, se defiende golpeándolo con un busto de Beethoven.
A pesar de la pavloviana “técnica Ludovico”, cuando en el hospital le ponen a Alex la música del tormentoso Beethoven, pone cara de loco y alucina: pronto volverá a hacer de las suyas. El paciente no se ha curado. ¡Sería una pena que para curarse tenga que renunciar a Beethoven!
Máximo Gorki cuenta que Lenin, después de oír la Appassionata, dijo que esa sonata de Beethoven le gustaba y no le gustaba, porque “no puedo escuchar música a menudo; me altera los nervios. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y dar palmaditas en la cabeza a la gente que, viviendo en este sucio infierno, pueden crear tanta belleza. Actualmente no se puede acariciar la cabeza de nadie. Te podrían arrancar la mano de un mordisco. Hay que golpear esas cabezas sin piedad.” Exactamente fue lo que hizo, empezando con el fusilamiento del zar y su familia junto con el médico de cabecera, los sirvientes, el cocinero y hasta el perro del zarevich.
Es cuando menos curiosa la relación de Beethoven (deliberada o no) con la violencia. Dicen que al interpretar ciertos movimientos, llegó a romper las cuerdas del piano.
En 1956 la violencia se volvió contra el músico alemán cuando Chuck Berry irrumpió con su canción Roll over, Beethoven. Este título es tan difícil de traducir que abundan las versiones, todas aproximativas y no exentas de violencia: Arrolla a Beethoven, por ejemplo. Otros han sugerido “revuélcate en tu tumba, Beethoven”, o bien: “Ríndete, Beethoven”, y así hasta llegar a la interpretación más suave: “échate a un lado, Beethoven”, donde el alemán debe abandonar el sillín del piano para que Berry toque su música moderna, alegre y juvenil.
Cuenta el compositor en su autobiografía que su “hermana mayor estudiaba para cantante de ópera y tocaba música seria en el piano de la casa mientras que él no podía encender la radio para escuchar blues y rhythm & blues”.
Aunque Berry la canta en tono juguetón, la polémica está servida pues plantea la espinosa, elástica -y a veces ociosa- cuestión de las diferencias entre la música clásica y la popular. Pareciera que la violencia del rock intenta sustituir, o desplazar, al estruendoso Beethoven. Es como si Berry dijera que el rock llegó para quedarse. Tal vez sea un acto de justicia poética, aunque yo creo que ambas formas de hacer música son complementarias y enriquecen, con su diversidad, nuestro universo acústico.
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La Guerra de las Niñas
LA GUERRA DE LAS NIÑAS
Por Manuel Pereira
La escritora canario-cubana Nivaria Tejera falleció en París el pasado 6 de enero.
Allá por el siglo VII (a.C.) una niña griega de 6 años llamada Safo perdió a su padre en la guerra entre Lesbos y Atenas. Entonces le dijo a su madre Kleis: “puesto que papá murió, desde ahora seré tu esposo y el padre de mis hermanos”.
Así nació una brillante tradición literaria que gira en torno a la guerra, incluyendo la muerte o ausencia del progenitor, todo ello visto a través del prisma de niñas a quienes algún acontecimiento bélico convirtió en mujeres antes de tiempo.
Ese linaje se prolonga en El Diario de Ana Frank escrito por una niña judía alemana entre 1942 y 1944 en su escondite de Ámsterdam donde, por un tiempo, eludió la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
De esa joven escritora clandestina la herencia pasa a la extraordinaria mexicana Nellie Campobello con Cartucho (1931): una colección de relatos sobre la lucha en el Norte durante la revolución mexicana, narrados en primera persona por una niña con una prosa depurada y espléndida.
A esa genealogía -que ya deviene constelación- se suma Primera memoria, la estupenda novela de Ana María Matute, publicada en 1959, y ambientada en la Guerra Civil Española: la visión de una niña llena de rabia alejada de su padre por los azares de la contienda.
Ese mismo año tan crucial -y para nuestro orgullo- ingresa en esa pléyade otra estrella rutilante: una escritora cienfueguera, la cubana-canaria Nivaria Tejera, recientemente fallecida en París.
En su vasta producción literaria, el libro que más publicaciones y traducciones ha conocido es la novela El Barranco, primera edición cubana en 1959, gracias al magnífico Samuel Feijóo. De nuevo, el telón de fondo es la Guerra Civil Española durante la cual el padre de Nivaria fue hecho prisionero y más tarde desterrado cuando ella tenía 7 años, un caso muy parecido al de Safo con su papá Skamandar.
Estas obras que voy engarzando como perlas son auténticos bildungsromans dentro de una línea que me atrevo a bautizar “la guerra con ojos de niña”. El personaje infantil femenino siempre experimenta un abrupto proceso de crecimiento, un camino de formación interior que lo hace madurar apresuradamente.
La literatura deviene así un exorcismo de los horrores de la guerra y, al mismo tiempo, una desgarradora forma de aprendizaje. Doble crueldad: una niña pierde al padre y, además, no puede vivir su niñez plenamente. Infancias truncadas. Se trata de todo un género con sus rasgos y contenidos bien definidos.
Siempre son niñas las que relatan, acaso con la excepción que confirma la regla del Oscar Matzerath de El Tambor de Hojalata, de Günter Grass, también publicada en 1959, que parece haber sido el año más propicio para esta narrativa concebida desde el punto de vista infantil.
El denominador común de esas joyas es que un padre desaparece o muere en el transcurso de una guerra, lo cual impacta a la huérfana, quien decide relatar su historia. No siempre son testimonios directos, a veces se trata de autobiografía novelada o ficcional, y todas son creaciones que alcanzan una elevada textura poética, emocional, ética y estética.
Otras sorprendentes afinidades: Safo se enfrentó a dos tiranos, igual que Tejera desafió a Fulgencio Batista y a Fidel Castro. La griega sufrió destierro por sus ideales políticos, igual que Nivaria, que ha sido la eterna exiliada. Primero regresa a su isla natal huyendo de la represión de Franco, luego se traslada a París durante la dictadura de Batista; en 1959, ilusionada con la revolución, regresa a La Habana. La nombran agregada cultural en Roma, pero en 1965 renuncia a su cargo y rompe con el gobierno verde olivo. De nuevo viaja a París, donde se estableció definitivamente. Esos peregrinajes recuerdan los sucesivos exilios de otra grande ligada a Cuba: María Zambrano. Son mujeres que han pagado muy caro el precio de la libertad, que es un lujo del espíritu. Un lujo que no sólo han defendido para ellas, sino también para nosotros, con más coraje que muchos hombres. Mi conclusión al final de esta sucinta taxonomía literaria es que la guerra se ve mejor a través de las lágrimas de una niña.
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Oftalmicultura
OFTALMICULTURA
Nada tan asombroso como la antigua maldición de la oftalmología cultural. Homero era ciego. Tiresias tampoco veía, aunque gracias al don de la profecía, veía el futuro. Edipo se destrozó las pupilas con la hebilla del cinturón de Yocasta y exclamó: “¡Ah, oscuridad, mi luz!”. Demócrito también se arrancó los ojos para que la contemplación del mundo exterior no interrumpiera sus meditaciones. Odín, principal dios nórdico, sacrificó un ojo a cambio de la sabiduría y la clarividencia.
En la dimensión mítico-poética, las patologías y traumatismos oculares generan poderes sobrenaturales o formas superiores del conocimiento. Tal vez eso explique el predominio de la ceguera en la literatura empezando por el astuto ciego del Lazarillo de Tormes. El autor de Os Lusiadas, Luís de Camões, era tuerto. Milton no sólo perdió El paraíso perdido sino también la vista en 1652. En las novelas de Benito Pérez Galdós abundan los ciegos y el escritor acabó igual que sus personajes, víctima de una inefable afinidad o de un acto de justicia poética.
El padre de Borges, su abuela materna y su bisabuelo eran ciegos: regalo genético que el escritor adquirió progresivamente. Pero ahí no para la cosa. El misterio se incrementa cuando a Borges lo nombran director de la Biblioteca Nacional, pues asume un cargo ostentado 26 años atrás por Paul Groussac, otro invidente que, a su vez, había heredado ese mismo sillón de José Mármol, quien también perdió la vista. ¡Durante más de un siglo, tres gigantes gestionaron novecientos mil volúmenes sin poderlos leer! Parece un cuento salido de la pluma de otro ciego argentino, Ernesto Sabato, quien escribió tanto sobre bastones blancos -El túnel (1941), Informe sobre ciegos (1961)- que sus pesadillas le merecieron un epígono: Saramago con su Ensayo sobre la ceguera (1995).
Acaso de tanto inspirarse en la Odisea, Joyce se contagió de la enfermedad homérica y terminó usando un parche de pirata. Otra parcheada famosa es la bella Princesa de Éboli, a quien mucho favorece su defecto, a diferencia de las dos amantes de Baudelaire: la bizca (“Louchette”) y la mulata hemipléjica que murió ciega.
La ceguera es el estigma ancestral del Séptimo Arte cuya historia empezó en 1902 con un cohete clavado en el ojo de la Luna de Georges Méliès, continuó con la abuela de las gafas astilladas y ensangrentadas en El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) y siguió con la navaja de Buñuel cortando el ojo de una mujer en Un perro andaluz (1929). En 1945 Hitchcock y Dalí prolongaron esas mutilaciones oculares en la escena onírica de Recuerda donde un hombre corta con una enorme tijera los ojos que decoran una cortina. En Los pájaros (1963) aparece un cadáver con las cuencas vacías y sanguinolentas mientras en otra secuencia una niña que huye despavorida cae de bruces y vemos en primer plano sus anteojos de miope con los cristales astillados: homenaje del cineasta británico a la anciana de las gafas rotas de Eisenstein. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982) los ingenieros genéticos fabrican ojos para replicantes y los asesinos matan hundiendo ojos con los pulgares… tanta acumulación no puede ser casualidad y devino maleficio o mal de ojo que persiguió a ilustres directores tuertos: John Ford, Fritz Lang, Raoul Walsh, André de Toth, Nicholas Ray…
Guerreros: A Filipo, padre de Alejandro Magno, le faltaba un ojo, y el condotiero y duque de Urbino, Federico da Montefeltro, perdió el derecho en un torneo, por lo cual se hizo cortar el puente de la nariz para poder ver en la batalla hacia ambos lados con un solo ojo, tal como lo vemos de perfil en varios retratos del siglo XV. Rembrandt pintó a Claudio Civilis sin un ojo y empuñando su espada, casi como un trasunto del Odín de los vikingos.
Exquemelin fue un filibustero y cirujano francés a quien debemos un excepcional libro olvidado: Piratas de América (Amsterdam, 1678). Allí detalla las recompensas que obtenían los piratas del Caribe cuando perdían algún miembro en sus abordajes: “…por la pérdida de un brazo derecho, 600 pesos o seis esclavos… por una pierna derecha, 500 pesos o cinco esclavos… por un ojo, cien pesos o un esclavo…”
Más allá de militares y bucaneros, es evidente que algunos ciegos y tuertos son “Videntes”, en el sentido poético revelado por Rimbaud. De modo que en el país de los que creen ver sin ver nada, los tuertos y los ciegos son Reyes.
(*) Publicado en LETRAS LIBRES en el número de enero de 2016, pág. 87.
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Literatura Flotante
LITERATURA FLOTANTE
Por Manuel Pereira
La cultura nace en el agua. Se difunde mejor y más veloz en lo acuático. Primero la civilización fue fluvial (Mesopotamia, Egipto), luego fue marítima e internacional (Fenicia, Grecia, Roma). El mar fue el primer Internet de la Humanidad a través de las rutas comerciales y los descubrimientos geográficos. Claro que existían rutas terrestres, por ejemplo “la de la Seda”, pero esas caravanas de camellos no produjeron tanta literatura de calidad -salvo el libro de Marco Polo- como los barcos que zarpaban hacia los cuatro puntos cardinales fomentando el comercio, descubrimientos de ignotas culturas, de otras floras y faunas, mezclas de razas, mestizajes mitológicos. Esa fertilización cruzada también dio lugar al pensamiento abstracto, al debate de ideas, a la democracia, al humanismo y al cosmopolitismo.
Dos mil quinientos años antes de nuestra era, en el Poema de Gilgamesh, el protagonista desciende al fondo del mar para buscar la planta de la inmortalidad. A ese buzo sumerio con pesadas piedras atadas a los pies debemos añadir la leyenda del Diluvio Universal en su versión original. Con Gilgamesh, con Noé y su zoológico flotante, con Jonás tragado por la ballena y con los míticos argonautas de Jasón, el mar se estrena como espacio literario burbujeante de aventuras, como las de Ulises en la Odisea homérica, cuyo eco se prolonga en los virgilianos viajes de Eneas que, a su vez, influirán en las navegaciones de Los Lusíadas, de Camões. Este inventario se enriquece con los siete viajes de Simbad el Marino y las sagas islandesas, especialmente la de “Erik el Rojo” y la “de los groenlandeses”.
A partir de ahí, la temática oceánica se propaga a los cuatro vientos generando clásicos como: La Tempestad, de Shakespeare, Robinson Crusoe, de Defoe, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; Cándido, de Voltaire, La narración de Arthur Gordon Pym y Un descenso al Maelström, ambas de Poe; Herman Melville y su diabólica ballena Moby Dick, Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo; Julio Verne con Veinte mil leguas de viaje submarino, Los hijos del capitán Grant, La esfinge de los hielos; La Isla del Tesoro, de Stevenson, Emilio Salgari y sus piratas, Jack London con El lobo de mar; Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas…
Aparte de lo ficticio, tenemos los testimonios de exploradores, navegantes, geógrafos y Cronistas de Indias, algunos tan maravillosos que superan la más impetuosa imaginación. En el Diario de Colón aparece Cuba confundida con Japón. Naufragios, de Cabeza de Vaca, no tiene desperdicio al igual que El primer viaje en torno al globo, de Pigafetta. El filibustero y cirujano francés Exquemelin nos dejó Piratas de América. Louis-Antoine de Bougainville escribió suViaje alrededor del mundo y el Capitán Cook su Viaje hacia el polo sur y alrededor del mundo, a lo cual habría que añadir las exploraciones botánicas de Joseph Banks, la expedición a América de Humboldt y Bonpland, Darwin en las Galápagos, etcétera.
Cuba metabolizó esa herencia náutica y destiló cuatro excelentes narraciones. Lino Novás Calvo: Pedro Blanco el negrero (1933); Hemingway: El viejo y el mar (1952); Alejo Carpentier: El arpa y la sombra (1978) y El mar de las lentejas, de Antonio Benítez Rojo (1979).
Frente a tanta liquidez literaria heredada, suelo experimentar sentimientos encontrados. A veces veo la isla poblada de Viernes esperando a Robinsones llegados de todas partes para “salvarlos” explotándolos; de pronto se torna la tempestuosa isla shakespereana con su Calibán, su bruja, su Próspero, su Miranda; esporádicamente vuelve a ser la ínsula Utopía de Tomás Moro con todo el archipiélago oscilando entre la insolación y la salación; súbitamente es el Cementerio Marino de Valéry con “el mar, el mar, siempre recomenzando”. Mientras tanto, en la creciente diáspora, no pocos Ulises sueñan con regresar tras larga odisea a Ítaca. Inmersos en fatal aventura marina, allí siempre se nace náufrago. La visión que más me frecuenta es La isla de hélice, una novela donde Verne describe un paraíso tecnológico, una isla artificial de 35 kilómetros cuadrados movida por gigantescos motores. A bordo viajan millonarios norteamericanos atendidos por criados ciegos. La isla propulsada navega a la deriva y al final queda destruida. ¡Julio Verne, como siempre, tan profético!
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Música Acuática
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La Muerte en México
LA MUERTE EN MÉXICO
Por Manuel Pereira
La muerte en México es una constante. Esa fascinación por la Pelona tiene raíces prehispánicas: las “guerras floridas” con sus guerreros sacrificados, el altar de calaveras del Templo Mayor... Todo lo cual hoy se reduce afablemente al Día de Muertos, una festividad que influye en la artesanía, la música, la literatura y hasta en la repostería. Los huesos y los cráneos se han transfigurado en panes de muerto y en calaveritas de azúcar, respectivamente. Desde que nacen, los mexicanos se comen simbólicamente a la Muerte en una teofagia donde ya no es el dios quien se los come a ellos, sino ellos quienes devoran al dios transustanciado en una curiosa variación de la Eucaristía.
Otras civilizaciones atraídas por el Más Allá han dejado testimonios poderosos, como el Libro de los muertos del Antiguo Egipto y el Bardo Thodol tibetano. En la Europa medieval se pusieron de moda las “danzas macabras”. Elmemento mori fue otro género trascendental en las artes plásticas del Renacimiento, todo lo cual reaparece en las máscaras de Ensor, en los moribundos de Munch y hasta en el cine de Bergman con El séptimo sello.
Pero en ninguna de estas manifestaciones escatológicas se impone el sentido del humor como ocurre en México, cuya gran contribución consiste en desmitificar jovialmente a la Muerte. Esto lo vemos en El esqueleto de la señora Morales, película de 1959 con Arturo de Córdova y guión de Luis Alcoriza, en Macario, del mismo año, dirigida por Roberto Gavaldón y cuyo eco se prolonga en Los tres entierros de Melquíades Estrada, (Tommy Lee Jones, con guión del mexicano Guillermo Arriaga, 2005). Ese sentido del humor lo encontramos también en las esqueletadas del grabador José Guadalupe Posada y en la Catrina con estola de plumas que se enseñorea del mural de Diego RiveraSueño de una tarde dominical donde José Martí nos saluda con su bombín. Todo eso lo resumió genialmente Juan Rulfo en su fantasmagórica Comala donde hasta los murmullos matan.
De igual modo el tema de ultratumba predomina en la mejor poesía mexicana, por ejemplo, en Muerte sin fin, de José Gorostiza, y en Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia. Según Carlos Pellicer, “el pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores”.
José Revueltas tituló El luto humano su segunda novela. Sin embargo, más que el negro luctuoso, aquí prevalece el alegre colorido de los altares rebosantes de ofrendas que son ubicuos el Día de Muertos. Lo mejor es que no son simulacros turísticos, sino espontáneas manifestaciones de devoción popular. En esas fechas sincréticas que van del 28 de octubre al 2 de noviembre, los familiares visitan a sus difuntos en los panteones donde se mezcla la inevitable tristeza con un ambiente festivo: los dolientes comen delante de las tumbas de sus seres queridos oyendo música de mariachis.
En el océano de la literatura mexicana naufragan victoriosos los fantasmas. Un relato fantasmal es Aura, de Carlos Fuentes, quien insiste en el tema de la Parca con La muerte de Artemio Cruz. Jesús Gardea nos deslumbra con un mundo de sombras y fichas de dominó en La canción de las mulas muertas y otro tanto hace Jorge Ibargüengoitia con su relato basado en hechos reales Las muertas. La muerte tiene permiso es un cuento clásico de Edmundo Valadés. Los cadáveres de los fusilados que yacen en Cartucho, de la magnífica Nellie Campobello, constituyen otro homenaje a la Muerte, esta vez en el contexto de la Revolución Mexicana y con la gracia añadida de que todo está narrado desde el punto de vista de una niña. Dice ella en su prólogo: “Mis fusilados... mis hombres muertos. Mis juguetes de la infancia”.
Es esa relación lúdica con la Muerte lo que quiero subrayar. Este es el único país del mundo donde se trata con tanto desenfado al esqueleto de la guadaña, el único donde designan a los difuntos con chiqueos: “muertitos”, otro de los muchos diminutivos para expresar valores afectivos. Pareciera que los mexicanos están enamorados de la Muerte.
En cualquier caso queda claro que con semejantes paliativos la Huesuda deviene menos horrorosa, o más llevadera. Nunca olvidaré a un borracho jocoso que siempre entraba en una pulquería del barrio de Tacubaya saludando a voz en cuello: “¡Señores, a mí la Muerte me pela los dientes y el pito los valientes!”.
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El Gato Negro de Nicolás
EL GATO NEGRO DE NICOLÁS
Por Manuel Pereira
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Nicolás Guillén en La Habana. |
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana… Luis Rogelio Nogueras y yo invitamos a Nicolás Guillén a almorzar en la Bodeguita del Medio. El poeta llegó encabronado, sudando y cojeando por culpa de las chinas pelonas de la calle Empedrado. Se puso a despotricar contra Eusebio Leal, quien días atrás había cerrado el acceso a los autos por la calle San Ignacio clavando boca abajo un par de cañones antiguos de los que colgaba una cadena.
Acostumbrado a bajarse del Lada frente a la Bodeguita, Nicolás tuvo que caminar desde Tejadillo hasta el restaurante, lo cual, a su edad, era una calamidad. En cuanto nos sentamos y trajeron las cervezas, el disgusto se le pasó y su melena plateada resplandeció con mayor intensidad.
En ese momento pasó corriendo entre las mesas un gato negro. Un camarero lo pisó sin querer, el animal soltó un largo maullido y al hombre se le cayó la bandeja con gran estrépito de cristales rotos. Entonces Nicolás comentó:
-¿Ustedes no se han fijado que cuando un gato negro se cruza en tu camino es señal de mala suerte? Tiene que ser negro, igual que el luto es negro, los cuervos que traen mala suerte también son negros, como el totí, que siempre tiene la culpa, como la magia mala, que es la negra…
Wichy el Rojo y yo nos miramos sonriendo y perplejos.
Nicolás siguió con su imprevisible inventario:
-Nadie quiere estar en ninguna “lista negra”, en ajedrez las blancas siempre salen primero…
Nogueras y yo intercambiamos una mirada de inteligencia. ¿Adónde quería llegar el Poeta Nacional?
-Si una mariposa negra entra en tu casa es señal de malas noticias. ¿No se han fijado que todo lo malo es negro?
Ambos asentimos.
-Chico, entonces… ¿qué raro que al tiro al blanco no le llamen tiro al negro?
Las carcajadas llegaron hasta la soleada calle empedrada con chinas pelonas.
Wichy el Rojo empezó a disertar sobre Poe y el “gato negro”. Nicolás siguió comiendo vorazmente, pero hacia los postres se ensombreció y nos hizo un cuento de su juventud. “Un cuento de terror”, susurró poniéndose muy serio.
Se había enamorado perdidamente de una hermosa prostituta del Barrio de Colón. Pero la muerte interrumpió el idilio siendo ella muy joven. La lloró desconsolado en el burdel y luego en el cementerio. Él estaba en su cuartico de una casa de inquilinato, medio dormido, un día después del entierro, cuando, de pronto, oyó unos pasos en el pasillo, un taconeo característico que él conocía muy bien. Del susto, se espabiló y se sentó al borde la cama. Oyó acercarse los pasos. Aguantó la respiración, nervioso… Alguien tocó a su puerta. Se levantó y preguntó: “¿Quién es?”. Nadie respondió, pero podía oír al otro lado de la puerta una respiración crepitante, como estertor de moribunda. Armándose de coraje, abrió, no había nada ni nadie. Pero él sabía que ella estaba allí, invisible, parada frente a él. Cerró la puerta suavemente y se dejó caer en la cama, esperando...
Este cuento me estremeció, no solo por lo sobrenatural, sino porque venía de un miembro del Comité Central del Partido Comunista, quien debía ser ateo y, por tanto, nada supersticioso. Todo lo cual le daba al relato una mayor verosimilitud.
Ese día yo descubrí a otro Guillén, más humano, menos gubernamental. Antes de despedirnos, me preguntó si ya había leído Confieso que he vivido, de Neruda. Al responderle que sí, me advirtió que el libro tenía una errata en el título. “¿Cuál?”, pregunté. “No es Confieso que he vivido, es Confieso que he bebido”, me contestó y se alejó a pie con su chofer que parqueó en otra calle cercana.
Me agradó saber que algunos comunistas tenían sentido del humor y que, además, creían en los fantasmas y en la metafísica de los gatos negros. Subí por la calle San Ignacio, donde estaba la cadena del historiador y que rememoraba la gruesa cadena colonial que antaño cerraba el puerto impidiendo la entrada de barcos enemigos. Entonces me acordé de la muerta regresando de la tumba para ver a su amado, llamando a su puerta en un escalofrío. “¡Tun, tun! ¿Quién es? Una rosa y un clavel”. La difunta llamando a la puerta para pasar la muralla, o la cadena que separa la vida de la muerte, la cadena como símbolo de plaza sitiada, el destino nacional encadenado. “¡Tun, tun! ¿Quién es?” El gato negro de Nicolás Guillén.
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Cuba es un sueño y una pesadilla
CUBA: UN SUEÑO Y UNA PESADILLA
Entrevista a Manuel Pereira por Moisés Castillo (Revista Siempre!)
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Entrevista a Manuel Pereira | Escritor isleño | Exclusiva Siempre! |
Dicen que no se puede hacer la historia, sino sólo esperar a que se desarrolle. Y Barack Obama hizo todo lo posible para convertirse en el primer presidente en activo de Estados Unidos que visite Cuba desde que el republicano Calvin Coolidge acudió a la isla en 1928.
Washington y La Habana restablecieron formalmente las relaciones diplomáticas tras más de 55 años de alejamiento, con la apertura de las embajadas el 20 de julio de 2015. Sin embargo, el mandatario Raúl Castro advirtió que sin el levantamiento del bloqueo comercial no habrá una verdadera normalización de las relaciones.
Lo único cierto es que ambas naciones tendrán que superar más de medio siglo de desconfianza y hostilidades. Como lo aseguró la escritora cubana Wendy Guerra a Babelia, el suplemento cultural del diario El País: “No podemos seguir repitiendo las historias de nuestros padres… De niños no pudimos elegir, fuimos educados en el marxismo con la idea de que nada de lo que teníamos era nuestro, todo pertenecía al Estado, y yo me rebelé contra eso”.
Para el escritor cubano Manuel Pereira, quien decidió, en 1990, hacer maletas e irse para siempre de la isla, el mito mayor es que la presencia de Obama va a producir un “giro copernicano” en el país caribeño: “es algo imposible en el corto y mediano plazo, lo cual no resta importancia a la visita”.
Aguijones de la nostalgia
¿Amigos y familiares están entusiasmados por la visita del presidente de Estados Unidos? ¿Cómo interpreta el restablecimiento de las relaciones diplomáticas?
En principio, me parece muy bien. Me alegra todo lo que contribuya a que el pueblo cubano —los de a pie— viva un poco mejor. Pero tampoco me hago muchas ilusiones. Lo mejor tal vez sea que se acabó el recurrente argumento del gobierno echándole al “bloqueo” la culpa de todo lo malo. Me parece que Obama actúa de buena fe, sin embargo, no veo reciprocidad en la otra parte. Soy moderadamente escéptico, y nada me haría más feliz que estar equivocado. Pero a mi edad, ya no se puede vivir de ilusiones para morir de desengaños. Habrá que esperar para ver los frutos reales de esa visita presidencial.
“Sin patria, pero sin amo”
¿Qué le ha dejado de positivo resistir tantos años de dictadura?
Aparte de los aguijones de la nostalgia, he crecido viendo mundo, visitando museos, dominando lenguas como traductor… Mi cosmovisión se ha enriquecido gracias al destierro. No hay mal que por bien no venga. Finalmente he descubierto eso que tantos repiten: “la patria es la lengua”. También he aprendido en este peregrinaje que es mejor vivir “sin patria, pero sin amo”, como decía José Martí. Toda esa resistencia se ha traducido en ganancia.
¿Los cubanos están perdiendo el miedo de hablar libremente del gobierno tras esta apertura?
No lo sé. No estoy allí para saberlo. Algunos amigos han perdido el miedo hace ya mucho tiempo, al igual que otras personas a quienes no conozco personalmente. Es difícil evaluar todo esto en la distancia y tras 26 años de ausencia.
¿Cómo sobreviven los jóvenes en un régimen que miente y destila miedo?
Fingiendo. Es difícil quitarte una máscara que te pusieron siendo niño. Creces con ella y ves que tus mayores también la llevan puesta. Entonces repiten consignas como papagayos mientras preparan en secreto la balsa o sueñan con el matrimonio con una extranjera o extranjero, o se preparan como deportistas para salir en delegación y no regresar, o confían en el sorteo de visas en la embajada americana, o esperan que su música o su pintura o su literatura sea tan buena que consigan una invitación artística o académica al extranjero, como en cierta forma fue mi caso.
Un chiste de mal gusto
¿Por qué si hay muchos ingresos vía turismo, hay tanta gente en la miseria?
Porque las divisas procedentes del turismo van a parar a las arcas del Estado, no al pueblo. Los que tienen la suerte de ser taxistas o camareras, recibirán algunas propinas, pero nada más. No tienen derecho a huelga, ni sindicatos independientes que los defiendan. El sistema es cerrado, estilo soviético. La economía está subordinada a la ideología. La dirigencia no quiere que surja una clase media. Los cubanos no pueden invertir y crear empresas medianas ni mucho menos grandes. Hay tantas prohibiciones y regulaciones que todo el mundo se siente culpable de algo. Si un campesino mata una vaca va preso. Prohibido vender langostas y camarones en un país rodeado de mar. Los cuentapropistas —¡horrible palabreja!— autorizados son payasos, barberos, cerrajeros, relojeros y, en el mejor de los casos, dueño de un paladar o comida corrida, actividades menores, sin contar los draconianos impuestos. Parece una burla, un chiste de mal gusto.
¿Qué violaciones en materia de derechos humanos sufren los cubanos?
¡Uf, no alcanza el espacio de esta entrevista para enumerarlos! Exiliados que no pueden regresar a la isla a vivir de forma permanente, existe un solo partido desde hace más de medio siglo. No hay libertad de prensa. Cuba es uno de los países con menor conectividad en el mundo, un 5%. Menos mal que el gobierno acaba de abrir alrededor de 60 espacios wifi en toda la isla. Otra buena noticia es que a partir de ayer, Obama dio otro paso autorizando a los cubanos de la isla para que puedan tener cuentas bancarias en Estados Unidos. No obstante, las Damas de Blanco siguen siendo reprimidas cada domingo, al igual que otros grupos opositores pacíficos. Dice Obama que está al tanto de todo esto y que hablará sobre el tema con el gobierno. Vamos a ver qué sale de ahí. El problema es que el gobierno de la isla tiene su propia concepción de los derechos humanos, creen que basta con sanidad y educación gratuitas. Y esa visión insuficiente, que sólo atiende lo social sin tomar en cuenta al individuo, no ha cambiado ni un ápice durante más de medio siglo.
El Coco del capitalismo
¿Los cubanos se imaginan sin los Castro? ¿La sociedad cubana ha superado el pasado?
Supongo que muchas personas le tienen miedo al capitalismo poscastrista, lo cual es absurdo pues ya el capitalismo está allí, sólo que conviviendo con lo peor del comunismo. El capitalismo no es un paseo por un lecho de rosas, aunque deja algún margen de maniobra gracias a un mínimo de libertad individual. En tal sentido, todos los remedios anticapitalistas han sido peores que la enfermedad. “La democracia es el menos malo de los sistemas políticos”, decía Churchill. El gobierno de la isla lleva más de medio siglo machacando las mentes de tres generaciones asustándolos con el capitalismo. ¡Uyyy, ahí viene el Coco! Así que imagino que muchas personas —principalmente los mayores— tienen miedo a lo desconocido o a un brusco cambio social y económico. Los jóvenes, en cambio, sólo están pensando en escapar de la isla, porque están llenos de energía, tienen ilusiones y mucho tiempo por delante. ¡Ojalá sus sueños se cumplan!
Puente de plata
Ahora con la posibilidad de entrar y salir libremente de Cuba, ¿ha pensado en regresar a su país, luego de vivir un poco más de una década en México? O como dice el escritor Leonardo Padura: “El problema de los cubanos es que ni huyendo de Cuba salimos de la isla”.
La isla siempre nos acompaña, a veces como un sueño, a veces como una pesadilla. Eso de “entrar y salir libremente” no es del todo exacto. El gobierno insular es muy astuto. De un tiempo a esta parte deja salir a disidentes con la secreta esperanza de que se queden fuera, para quitarse de encima problemas internos y liberar vapor de la caldera. Como dice el refrán: “a enemigo que huye, puente de plata”. Pero la cosa cambia cuando se trata de dejar entrar a periodistas, disidentes o escritores opinantes e incómodos que residen en el extranjero. En ese caso, la puerta se cierra abruptamente.
Yo ya perdí allá lo que más amaba en mi vida: mi madre. Por lo demás, tengo tantos proyectos por delante que carezco de tiempo para pensar en volver. ¿Volver para qué? Allí no tengo nada importante que hacer. Mañana… ¿quién sabe?
En esa isla todo es un misterio, allá impera el realismo mágico. Fíjate que ayer talaron una ceiba sagrada en un lugar emblemático de La Habana y en su lugar sembraron otra más joven. La anterior estaba enferma y la habían plantado en 1959 o 1960. Ahora la sustituta coincide con la visita de Obama, y muchos piensan que se trata del inicio de una nueva era a través del simbolismo vegetal, como en un ritual yoruba, o en los misterios eleusinos, o en una profecía de Nostradamus.
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Buscando a Kafka
BUSCANDO A KAFKA
Por Manuel Pereira

Creo que fue en 1982 cuando Luis Rogelio Nogueras (Wichi el Rojo) y yo nos escapamos de Karlovy Vary para bajar a Praga en autobús. Atrás dejamos el tedioso festival de cine y a los viejitos metiendo los pies en las aguas termales. Ya en la Ciudad de las Defenestraciones, yo quería ver las ventanas del Castillo donde los checos inventaron el volátil arte de empujar por la espalda a sus rivales mandándolos a volar varios pisos abajo. Pero Wichi tenía prisa, quería visitar la casa natal de su venerado Kafka. Andábamos cortos de tiempo y de dinero. Pasamos por una cantina donde servían cervezas con salchichas. La dejamos para después, por la impaciencia de Wichi. Así llegamos al barrio judío, como turistas extraviados, ni siquiera teníamos el nombre de una calle. Chapurreando una mezcla de francés con inglés y ruso, preguntamos por Kafka a policías y transeúntes, en tiendas y hasta en un conservatorio. Nadie lo conocía, o fingían desconocerlo. ¡Qué raro que nadie allí supiera nada de Kafka! Wichi me cuchicheó que era por la censura soviética. Habían borrado toda huella material y espiritual del autor de La metamorfosis, por judío, por heterodoxo, por ser un escritor incómodo para cualquier poder totalitario, porque su obra no encajaba en las rígidas pautas del Realismo Socialista. Pasamos por la plaza del monumental reloj astronómico con su diseño de astrolabio, nos abrimos paso entre el gentío que miraba hacia arriba el desfile de las marionetas de los apóstoles. “Vamos, vamos a buscar la casa”, insistía mi amigo pelirrojo, que en paz descanse. La luna y el sol tejían estambres de oro en lo alto del reloj mientras Wichi y yo seguíamos indagando por los alrededores.
Recorrimos la Ciudad Vieja, el Josefov: la sinagoga alzándose imponente como las tumbas cavadas en el aire por Paul Celan, las lápidas amontonadas como un bosque de cristales de cuarzo sembrado por un alquimista. Mientras tanto, yo seguía pensando en los defenestrados. Oía retumbar a mi espalda los torpes pasos del fangoso Golem, oía los intermitentes bastonazos del ciego Hanus, el relojero a quien quemaron los ojos para que no repitiera en otra ciudad el prodigioso reloj astronómico.
“Ciudad maldita”, decía Kafka definiendo a Praga. Aquello era peor que buscar una aguja en un pajar. La ciudad tendría que estar llena de bustos, estatuas y señalizaciones en honor a su ciudadano más universal. Era una gloria praguense y ni siquiera aparecía en las guías turísticas. Entre nazis y soviéticos lo habían defenestrado.
Dimos tantas vueltas que llegamos de nuevo al reloj astronómico, casi derrotados. Frustrados, decidimos regresar a Karlovy Vary, donde nos esperaba una soporífera tanda de bodrios en la pantalla. Ya nos dirigíamos a la estación de autobuses cuando, de pronto, con el rabillo del ojo, descubrí un perfil familiar mostrándose en una esquina. De una placa de bronce sobresalía el relieve de un rostro. “Esa nariz afilada es la de Kafka”, dije. Nos acercamos. ¡Habíamos encontrado el Santo Grial!
De la placa colgaban tres flores marchitas, ahorcadas boca abajo, dejadas allí por algún alma caritativa. Entramos por un portal señorial creyendo ingenuamente que tal vez en el zaguán existiría un modesto simulacro de museo. Una señora con pañuelo a la cabeza barría la escalera al fondo. Le preguntamos. Se encogió de hombros mirándonos aviesamente. Subimos con la vana esperanza de hallar algún rótulo en la puerta de un apartamento. Llegamos al último piso sin asomarnos a ventanas ni balcones… por si acaso… allí tenían la fea costumbre de empujarte por la espalda, el último fue un ministro de exteriores en 1948, a quien los estalinistas lanzaron en pijama por la ventana de su baño.
La señora de la limpieza nos indicó por señas que bajáramos y saliéramos del edificio. Venía barriendo detrás de nosotros, como si estuviera expulsándonos. En ese momento, una cucaracha espantada por la escoba de la bruja corrió por debajo de la puerta escabulléndose hacia la calle. Señalando al insecto, Wichi afirmó: “¡Ahí está!”.
-¿Quién?
-Gregorio Samsa- dijo.
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La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada
La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada
Por Manuel Pereira
Un día cualquiera de 1983 llevé al Gabo adonde mi abuela, que vivía en un solar de La Habana Vieja, en la calle Aguiar número 105 esquina con Cuarteles. Era una gallega que había llegado a la Isla en 1926: año del devastador ciclón, año en que nació otro ciclón llamado Fidel Castro.
Yo quería que Gabriel García Márquez conociera a los pobres, que descubriera la otra cara de la luna, porque sabía que lo tenían siempre entretenido entre hoteles y casas de protocolo, en Miramar, en Cubanacán...
Al pie la Loma del Ángel, le mostré la carnicería de un paisano de mi abuela, expropiada y convertida en tugurio; también le enseñé varios negocios confiscados desde años atrás: la Guarapera de Cheo, transmutada en Comité de Defensa de la Revolución; la bodega de un asturiano transformada en accesoria de una cuartería, la panadería de un catalán cerrada a cal y canto, el puesto de frutas y verduras del chino, transfigurado en otro cuchitril. Por doquier, improvisadas paredes de bloques de hormigón sin repellar y antipoéticas rejas en las ventanas. Lo único pintoresco que quedaba en el barrio eran las tendederas en los balcones.
Los ojos de mi admirado escritor -ejercitados por su largo oficio de periodista- no perdían detalle. Subimos al primer piso de la casa de vecindad y fuimos hasta el fondo, entre galerías donde alguna vez hubo vitrales policromados de medio punto ya extinguidos.
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia. Años atrás confundía a Carpentier con un famoso carpintero y, a Sartre, con algún célebre sastre de visita en la Isla. Era una aldeana casi analfabeta que, al desembarcar en La Habana con alpargatas y pañuelo a la cabeza, tuvo que sacar adelante a tres niños limpiando suelos y baños en promiscuos solares.
Entramos en su vivienda sin baño: un comedor, el dormitorio y una cocina pequeña. Mi invitado de honor lo miraba todo. Ella ofreció sus sillas destartaladas y un sillón con el mimbre roto. Nos sentamos a la mesa. Por vergüenza, no le enseñé al Gabo los malolientes inodoros y las duchas colectivas, que ella nunca usaba, pues prefería servirse de una palangana en su cocina tiznada, detrás una cortina de plástico.
Mi abuela enseguida sacó agua fría del trepidante refrigerador que ella llamaba "General Eléctrico", del 58, ya con algún desconchado en el esmalte blanco. Se puso a colar café. De las vigas de madera del techo caían piedrecitas cuando los niños de los altos correteaban. El Gabo miraba de reojo las paredes descascaradas. Preguntaba sobre asuntos de la vida cotidiana.
Mi abuela le enseñó la libreta de racionamiento y también su cajita mágica. En los frecuentes períodos de escasez de tabaco, ella -al igual que muchos otros- recogía en la calle colillas que luego destripaba para sacarles la picadura y con ella confeccionar sus "Tupamaros".
"¿Por qué Tupamaros?", preguntó el Gabo.
"Porque son clandestinos", respondí yo, y el autor de Cien años de soledad sonrió.
Ella le explicó el complicado mecanismo de la "maquinita", que era como una caja de dominó, en la que introducía la picadura, y luego jalaba hacia ella un palito a guisa de rodillo, como si fuera una ballesta, alargando una lengüeta de caucho, que hacía saltar un cigarrito recién enrollado y engomado con almidón.
A falta de papel para liar cigarrillos, usaba páginas casi transparentes del folleto Carta de España que le mandaban de la embajada. Pero como éstas eran pocas, también arrancaba hojas de una Biblia que no leía, pero que atesoraba como un talismán en su altar poblado de santos. Lo mismo se fumaba un versículo de San Juan que una sentencia del Eclesiastés.
"Me gustaría hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel", dijo el escritor
Al salir, ya en la calle, el Gabo me confesó: "Me gustaría mucho escribir un libro sobre la escasez de los cubanos, tu abuela haciendo sus Tupamaros, la falta de dicha doméstica".
"Sería un libro magnífico", exclamé.
Se puso triste y agregó: "Me gustaría escribirlo, hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel. No lo puedo escribir, porque es un libro que Fidel va a sentir como un ataque, y no quiero contrariarlo".
Después de eso, ya no insistí. Cada escritor elige su destino. En lo alto, mientras oscurecía, mi abuela se fumaba un capítulo del Levítico y el humo bíblico salía por su balconcito hacia la luna.
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Crónica de una crónica no anunciada
CRÓNICA DE UNA CRÓNICA NO ANUNCIADA
Por Manuel Pereira
En 1981 yo impartía en la UNAM unas conferencias sobre cine cubano cuando recibí en mi hotel de la Zona Rosa una llamada de Gabriel García Márquez. Me pidió que acudiera a su casa, en la calle Fuego, en la zona exclusiva del Pedregal. Comimos en un restaurante cercano llamado El perro verde, o algo así. Me pidió que leyera su última novela, tenía prisa, era corta. ¿Cuál era el misterio de tanto apremio? Él sabía que me faltaban un par de días para regresar a La Habana. "Puedo leerla en el avión", le dije. No, tenía que hacerlo en México. Estaba tan apurado por darme el manuscrito que al salir de la fonda olvidó la billetera en la mesa. Se dio cuenta en su casa, y me pidió que fuera a buscarla al Perro Verde. El camarero era decente y la tenía guardada, a pesar de estar bastante abultada, como supongo deben estar las carteras de los escritores famosos. "Está todo", suspiró el Gabo tras contar los billetes.
Me entregó la novela. Empecé a leerla enseguida en su casa, y luego me encerré en el hotel para seguir leyendo. La leí en un par de sentadas, aunque sin saber qué esperaba de mí el famoso escritor. La historia de los dos hermanos que apuñalan a Santiago Nasar estaba bien estructurada, fluía eficazmente, como todo lo del Gabo; con su impecable prosa de orfebre, no faltaba ni sobraba una coma, los adjetivos eran precisos, los personajes, bien dibujados. Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Entonces me dijo: "Eres el segundo lector de esta obra, después de Mercedes, por supuesto".
"Es un honor", respondí.
Pero... ¿cuál era el misterio de tanta prisa?
Me confesó que quería que Fidel lo autorizara a publicar este libro.
¿Por qué?
Porque había hecho un juramento público: no volvería a publicar mientras Pinochet siguiera en el poder. "Y el problema es que no se cae", refunfuñó. "Y mientras tanto, escribí esta obra y tengo muchas ganas de publicarla". Pero antes de romper su promesa anunciada debía consultarlo con Fidel.
En efecto, desde El Otoño del Patriarca (1975) el Gabo no había publicado nada de ficción. Demasiado tiempo en silencio para un escritor tan cotizado.
¿Y yo qué tenía que ver con todo eso?
— Quiero que le lleves este libro a Fidel.
— Yo no conozco personalmente a Fidel, no tengo acceso directo.
Dudó un instante y agregó:
— Pero sí conoces a Carlos Rafael Rodríguez, ¿verdad?
— A él sí lo conozco.
— Bueno, se lo das a él para que se lo dé a Fidel.
Luego quiso saber mi opinión sobre la novela, lo cual halagó al treintañero que yo era. Con mucho tacto, le comenté que su relato me recordaba vagamente a Rashomon ‒tanto los dos cuentos de Akutagawa como la película de Kurosawa‒ por aquello de los múltiples testigos o las diversas versiones sobre un crimen, pero él dijo que no, que su fuente de inspiración había sido el asesinato de Julio César. Pensé en los augures, en la fatalidad de la tragedia griega, y concluí que tenía razón, aunque lo japonés no se lo quitaba nadie al Gabo, como se evidenció más tarde con Memoria de mis putas tristes, tan afín a La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, ya desde el epígrafe.
Veinticuatro horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente, el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media en estado puro.
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Guiños de Celuloide
GUIÑOS DE CELULOIDE
Por Manuel Pereira
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Fotograma de Blade Runner, de Ridley Scott (1982). |
El guiño es la recuperación de un fragmento arqueológico digno de recordación, el agasajo de un cineasta a otro, casi una doxografía, como en las antiguas filosofías griegas.
Lo doxográfico en cine consiste en rescatar alguna vieja escena olvidada del todo o a medias. Esta erudición retiniana se multiplica exponencialmente tachonando la mente del espectador con una creciente constelación de mensajes implícitos.
Por ejemplo, en Algunos prefieren quemarse (Some Like It Hot, 1959), Billy Wilder rinde tributo a los hermanos Marx cuando Marilyn Monroe se mete en la litera de Jack Lemmon seguida por las muchachas de la orquesta: alusión al abarrotado camarote de Una noche en la ópera (1935). Cuando Lemmon jala el freno de emergencia y todas salen disparadas cayendo al pasillo del tren es lo mismo que pasa en el camarote cuando se abre la puerta de sopetón y todos salen despedidos al pasillo del barco.
El guiño no es plagio, ni remake, sino admiración por un clásico. Cuando descubrimos alguna de estas muestras de veneración, experimentamos una íntima alegría, como si entráramos en la cueva del tesoro de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Visionar así una película, desde un nuevo ángulo, equivale a recibir un masaje en la retina, es la reinvención del cine dentro del cine.
En La palabra (Dreyer, 1955) tenemos a una bella mujer muerta que resucita. Lo mismo veremos en Bergman (Fresas Salvajes, 1957) cuando otra mujer, que finge estar muerta, abre los ojos soltando una carcajada macabra. El cineasta sueco repetirá este recurso en La hora del lobo (1968).
De nuevo Bergman, en La fuente de la virgen (1959), nos muestra a la criada envidiosa que contempla de lejos la violación de la doncella sin hacer nada. La sirvienta deja caer una piedra que rueda hasta el río. En Mouchette (Robert Bresson,1967) esa piedra se transfigura en otra muchacha violada que juega enrollándose en su vestido mientras rueda cuesta abajo hasta caer, fuera de campo, en el río. Por supuesto, todo esto remite a Ofelia -la enamorada de Hamlet- flotando muerta en el río, una escena a la cual recurrirá también Murnau con la esposa ahogada al final de Amanecer (1927), solo que aquí con happy end.
Esta fertilización cruzada de paráfrasis entre diversos directores crea una fulgurante telaraña, un juego de “imitaciones” que, con sus variaciones enriquecedoras, genera una capacidad de asociación visual superior: la facultad de detectar las más sutiles señales, todo un entrenamiento para la memoria ocular. Aprender a ver cine en profundidad es otra manera de desentrañar el enigma del mundo.
La película que más reverencias ha recibido es el Acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), especialmente la escena del cochecito con el bebé cayendo escalera abajo en Odesa. La evocación más obvia está en Los intocables (Brian de Palma, 1987) cuando en medio de un tiroteo reaparece el cochecito en la escalera de la Union Station de Chicago. Hasta Bergman le hace un homenaje al director ruso en Fanny y Alexander (1982) con el cochecito y la muñeca volcados en los peldaños bajo la lluvia.
El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) ha sido un géiser de fuertes contrastes de luces y sombras. Este expresionismo también llamado “caligarismo” impregnó gran parte del Séptimo Arte, desde Casablanca (Curtiz, 1943) hasta El Proceso (1962), de Orson Welles.
La crisálida que extraen de la boca de un cadáver en El silencio de los inocentes (Demme, 1991) es una referencia a la misma mariposa que ya aparecía en Un perro andaluz (Buñuel, 1929). Este mismo insecto que lleva en la espalda una imagen semejante a una calavera humana, reaparecerá en Onegin (Martha Fiennes, 1999).
Las muestras de admiración se multiplican en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Cuando Harrison Ford entrevista a la replicante que actúa con serpientes pone cara de bobo y habla fañoso parodiando la escena de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946) donde Humphrey Bogart hace algo muy parecido para interrogar a una vendedora de libros raros.
Blade Runner es un semillero de citas, por ejemplo, las visionarias vistas aéreas de los Ángeles de 2019 recuerdan las impresionantes maquetas de ciudades futuristas de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)
En La soga (1948), Hitchcock rinde culto a la pintura cubana. Hacia los postres, durante una larga secuencia, vemos un cuadro del inconfundible Fidelio Ponce de León colgando al fondo. Se titula Cinco mujeres (1941), pero en verdad son cinco fantasmas que acuden a recibir el alma del estrangulado oculto en el arcón. No puedo menos que sentir sano orgullo ante esta metafísica tan cubana y universal.
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