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Channel: Manuel Pereira: El Azogue de La Habana Vieja.
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LA CAPILLA GÓTICA

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LA CAPILLA GÓTICA

Por Manuel Pereira
México no deja de asombrarme. Entre los muchos prodigios que aguardan al viajero está una joya de la arquitectura medieval casi escondida en su capital. Se trata de una Capilla Gótica y un claustro románico —aquélla del siglo XIV y éste del XII—, por tanto, estas piedras fueron labradas cuando Hernán Cortés aún no había nacido.

Pero… ¿y entonces cómo llegaron estas canterías europeas a la Ciudad de México? Es una historia de película, literalmente.

Al final de El Ciudadano Kane, de Orson Welles, aparece un vasto almacén de antigüedades, algunas todavía en sus cajas, otras ya desembaladas.

Charles Foster Kane no es más que el retrato que Orson Welles hizo de William Randolph Hearst (1863-1951), el magnate de la prensa estadounidense. Tanto en la ficción fílmica como en la vida real, el multimillonario norteamericano compraba y trasladaba a su castillo californiano cuanta estatua y objeto museable se le antojara durante sus viajes por el mundo. Maniático del coleccionismo, a Hearst le sobraba el dinero, así que podía adquirir estatuas, muebles, gobelinos, cuadros, góndolas… incluso edificios enteros.

Entre 1925 y 1926 Hearst vio esta Capilla Gótica y el claustro románico en Ávila, España. Quedó fascinado y lo compró todo. A golpe de chequera, sus agentes desmontaron ambas estructuras, piedra por piedra, las empacaron en cajas numeradas y las trasladaron en barco hasta un almacén portuario de Nueva York. Allí los guacales quedaron sin abrir ya que, por entonces, había en España una epidemia de fiebre aftosa, lo cual asustó a las autoridades sanitarias, temerosas de que la paja que envolvía aquellas piedras pudiera estar contaminada con algún virus. Pusieron el cargamento en cuarentena. Una cuarentena que se prolongó treinta meses hasta que sobrevino el crack bancario del año 29. De resultas, Hearst enfrentó graves dificultades financieras y aquellas cajas con su tesoro de cantería siguieron arrumbadas en la sombra de un almacén.

El magnate de la prensa norteamericana murió sin que se abrieran los embalajes. Los herederos de Hearst pusieron a la venta aquel conjunto de piedras labradas en España seis siglos atrás.

A la sazón, un coleccionista mexicano de visita en Estados Unidos se enteró de la venta, acudió a los almacenes para ver con sus propios ojos aquella maravilla. Cuando el Licenciado Nicolás González Jáuregui contempló el contenido de las cajas y estudió los planos, su rostro se iluminó como el de Howard Carter cuando descubrió el tesoro de Tutankamón. Enseguida lo compró todo y lo trajo —piedra por piedra— hasta México.

En 1954, con la ayuda de un arquitecto, el conjunto quedó ensamblado aquí, en lo que entonces era el jardín de la residencia de Jáuregui, y donde hoy radica el Instituto Cultural Helénico, una institución que desde 1973 ofrece una excelente oferta educativa y un amplio abanico de actividades artísticas.
Este monumento histórico es un caleidoscopio. La chimenea, por ejemplo, es del Medioevo francés y poco o nada tiene que ver estilísticamente con la Capilla. El impresionante artesonado español pertenece al siglo XVI. Las lámparas de aceite colgantes son del tipo incensario, o botafumeiro, y en la ornamentación del cobre se advierten reminiscencias mudéjares.

Se ve que el gran Jáuregui fue armando su rompecabezas con piezas ajenas, sacadas de su colección, para rellenar los vacíos. Probablemente en el cargamento faltaban algunos fragmentos de la construcción, sea porque se perdieron, sea porque cuando Hearst adquirió esta edificación ya estaba medio en ruinas.

Ese puzle alcanza su máximo esplendor en la fachada, donde el coleccionista mexicano incrustó una portada plateresca, procedente de Guanajuato, logrando así un hermoso mestizaje arquitectónico, una curiosa hibridación que permite que en ese frontispicio convivan dos indígenas empenachadas con una virgen gótica en su nicho trilobulado.

El conjunto funciona como una máquina del tiempo. Entramos por una galería de columnas románicas y ya estamos en el siglo XII, pasamos por debajo de un arco flamígero y desembocamos en las postrimerías del XIV, subimos una escalera de caracol y retrocedemos al siglo XII, transitamos entre los sitiales plegables del coro con sus “misericordias”, y de nuevo somos catapultados en el tiempo, miramos hacia arriba y el artesonado nos traslada a la España del XVI… y, para rematar, salimos al patio por una portada de Guanajuato ricamente ornamentada. ¡Alucinante! Y todo eso en medio de esta ciudad pantagruélica, envuelta en el estrepitoso ruido del tráfico.

Tanto eclecticismo estilístico, saltándose siglos y conjugándolos, lejos de resultar chocante, produce una impresión agradable, y ello se debe al buen gusto y al mejor tino de Jáuregui. Gracias a su arqueológica erudición esa amalgama tan heterogénea, que mezcla formas y orígenes, se prolonga en los cuadros y tapices que engalanan el interior de la Capilla. Por doquier nos sorprenden los gobelinos franceses, españoles y flamencos, unos ilustrados con temas marianos, otros con historias persas o mitologías paganas. Aquí y allá, magníficos vitrales franceses, en particular uno que parece salido de los talleres de Chartres, pues tiene una virgencita azul bastante similar a “la Notre Dame de la belle Verriere”. Por allá vemos una monumental virgen de Murillo, por acá un cuadro atribuido al veneciano Giovanni Bellini y, más allá, otro de Bernardino Luini, perteneciente al círculo de Leonardo en Milán.

En el patio se despliega la galería románica con su arquería y los capiteles desde donde nos contempla el típico bestiario infernal del siglo XII: serpientes, vampiros o demonios… Por la parte trasera de la construcción se ven los contrafuertes y algunas gárgolas, pero lo más impresionante es el torreón.

Como en un cuento de hadas, siempre imagino en lo alto de esa atalaya a una doncella secuestrada dando gritos, de su tocado puntiagudo cuelga el velo que flota libremente. Enroscado al pie de la torre cilíndrica, el dragón que mantiene prisionera a la princesa lanza fuego por la boca. A lo lejos, se oye el galope del caballo en el que se acerca el príncipe azul que blandiendo su espada matará a la bestia y rescatará a la bella.

Esa parte de la Capilla, con sus muros almenados y sus aspilleras, corresponde a la arquitectura románica que combinaba las estructuras religiosas con las militares. Los sacerdotes tenían que defender la casa de Dios de las hordas que la amenazaban con sus habituales asaltos y pillajes. Lanzaban aceite hirviente a los atacantes, repelían sus agresiones arrojando flechas por las saeteras.

Soplaban por la Península vientos de Reconquista, a lo que hay que añadir frecuentes guerras civiles o enfrentamientos señoriales, las invasiones de los vikingos y la amenaza permanente de vulgares ladrones y bandidos. De resultas, la iglesia se encastilló y así surgió este estilo denominado “monasterio-fortaleza”.

Manuel Pereira impartiendo una conferencia sobre Surrealismo en la Capilla Gótica.
Llevo cinco años dando clases en un aula situada a pocos metros de ese monumento y he podido comprobar que muchos capitalinos —incluso nacidos en este barrio— ignoran la existencia de esta reliquia de sillería. Como está medio oculta entre árboles y altos edificios, la mayoría no se percata de esta joya, otros quizá piensen que es una copia o una vieja iglesia en funciones.

Estas piedras no solo nos conectan con la mejor película de la historia del cine, sino también con una leyenda del periodismo norteamericano, pero, además, al venir de Ávila, estas canterías transpiran poesía a lo divino, misticismo y sabiduría abulenses.

No hay que olvidar que de Ávila son Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. En aquella tierra nacieron también San Pedro Bautista, protomártir de Japón, y San Pedro de Alcántara, amigo y consejero de Teresa de Jesús, así como Alonso de Madrigal, “el Tostado”. Allí vio la luz la reina Isabel la Católica. Allí fue a morir el poeta Fray Luis de León.

Toda esa tradición espiritual impregna estas canterías. La presencia de esta estructura románico-gótica en un país repleto de pirámides prehispánicas hace pensar en un Aleph borgiano, en una metempsicosis de piedras que reaparecen o transmigran superponiéndose en un palimpsesto arquitectural.

La insólita presencia de esta edificación en el corazón de este país confirma —por si hiciera falta— la persistencia y vigencia del surrealismo mexicano del que tantas veces he hablado aquí y en otras partes.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 8 de Diciembre del 2011.
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EL PAÍS DE MIS SUEÑOS

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EL PAÍS DE MIS SUEÑOS
Por Manuel Pereira
El fotógrafo suizo Luc Chessex.


Recientemente el fotógrafo suizo Luc Chessex expuso su libro Le Visage de la révolution (El rostro de la revolución) en PARIS PHOTO, una feria del arte dedicada a la fotografía que se celebra, cada dos años, en el Grand Palais.

Su libro es un retrato de la Cuba que él conoció en los años sesenta. Luc es casi un cubano, tal vez nació en Suiza por equivocación. Trabajé con él durante casi seis años en la revista “CUBA internacional”. Es un viejo amigo, y quiero aprovechar ese homenaje que le hicieron en París para entrevistarlo.

Sin embargo, antes de entrar en materia, no quisiera dejar de subrayar el hecho de que los fotógrafos que últimamente han recibido merecidas distinciones (Iván Cañas, Ernesto Fernández) trabajaron, o se formaron, en la revista “CUBA internacional”.

Es como si en aquella mansión art nouveau de la calle Reina esquina Lealtad, hubiera surgido -por arte de magia- el ojo diversificado capaz de registrar, con la mayor calidad estética, el paso de la historia por la isla. Cada uno de estos artistas, desde la peculiaridad de su lente, ha contribuido con su obra a configurar un collage de testimonios gráficos sobre eso que todavía algunos llaman “revolución”.

-Cuéntame, Luc, tus primeras impresiones al llegar a Cuba.
-Corría el año 1961. El 14 de junio, al amanecer, vi salir de la bruma una Habana iluminada. Frente a mí se alzaba el Vedado, barrio moderno construido al estilo americano con sus altos edificios y sus hoteles de veinticinco pisos. Me sorprendió el modernismo de esa escenografía, pues yo tenía otra imagen de ese país que databa de mi infancia. Mi padre era fumador de habanos y él me regalaba las cajas de tabacos cuando estaban vacías. Las litografías que las decoraban dibujaban un país misterioso y fascinante. Además de las inevitables palmeras y los abundantes indígenas, se veían leones amenazadores, casitas con techo de paja, fábricas desbordantes de ruedas dentadas y hasta Romeos en busca de Julietas.

          El barco italiano “Enrico Dandolo” ya había atracado en el muelle y su capitán me exhortaba a pensarlo mejor antes de poner pie en tierra: “los comunistas son implacables, algún día lo lamentarás”. Esta frase yo la había oído en Suiza los meses previos a mi partida y siempre me había exasperado; ahora, me divertía. Para mí, la situación era otra, yo había llegado al lugar donde quería estar. En mi niñez, nada o casi nada, me había sido negado: el reloj de pulsera de mis diez años, el tren eléctrico de mis doce años o el kayak de mis quince años no me habían costado ningún esfuerzo; estaban pensados para mí, eran regalos casi inevitables. El viaje a Cuba era algo totalmente diferente, era mi proyecto, mi primer proyecto personal. Y ahora que había alcanzado mi meta, tenía la impresión de haber burlado a mi destino, de haber escapado de él.

-Aparte de esa primera visión, ¿qué más te impactó en La Habana?
-Nada más desembarcar, sentí una fervorosa fraternidad. La Habana en 1961 era siempre como un sueño y, a veces, era el delirio. Yo me preguntaba: ¿por qué ese pequeño país -última colonia española en obtener su independencia- había devenido el ejemplo a seguir para un Tercer Mundo cada día más tercero y cada vez menos mundo? ¿Por qué era también un punto de referencia para la izquierda europea decepcionada por el socialismo de las democracias populares?

-¿Tú llegaste a Cuba invitado por el gobierno o con una recomendación de Sartre?
-Llegué por mi propia iniciativa después de leer un reportaje, Huracán sobre el azúcar, que Sartre publicó en el periódico France-Soir a su regreso de Cuba.

-Yo te conocí en 1969, en la revista “Cuba internacional”, más tarde pasaste a Prensa Latina como “fotógrafo viajero”. ¿En qué otros medios o instituciones de la isla trabajaste?
-En septiembre del 61 Alejo Carpentier, vice-ministro de Cultura, me contrató como fotógrafo de la revista "Pueblo y Cultura" que luego se llamó "Revolución y Cultura". Trabajé allí hasta finales del año 68.

-¿Cuáles son tus fotógrafos favoritos? Me refiero a tus maestros o inspiradores...
-Robert Frank y Richard Avedon.

-Tus afinidades con Robert Frank son evidentes. Al igual que tú, es un suizo fugitivo,  algo así como el Gauguin de la fotografía que necesita dilatar sus horizontes. Pero... ¿Richard Avedon? Me parece que se aparta bastante de tu línea, lo veo muy ligado al mundo de la moda...
-Entiendo tu perplejidad. He sido profundamente influenciado por Robert Frank. Quizás sin él no hubiera perseverado en el oficio. Para mí, hay en la fotografía un antes y un después de RF. Con un libro, Los americanos, él influyó de manera decisiva en la fotografía de lo real, a veces llamada “de reportaje”.

El caso de Avedon es más complejo en cuanto se hizo famoso a lo largo de su carrera como fotógrafo de moda y retratista. Pero él tiene también una obra de autor, menos conocida, en la que colabora con escritores como Truman Capote y James Baldwin. Utiliza su misma estética formal, pero no para llenar las páginas de revistas de moda o retratar a la gran burguesía y a la gente del pueblo, sino para tratar temas muy políticos como el racismo, el tratamiento que se reserva a los locos, la guerra del Vietnam.

Lo fuerte en él es que utilizando la misma estética "papier glacé" y muchas veces los mismos protagonistas, logra un discurso tan subversivo sobre su sociedad como Frank con su estética "trash". Es extraño cómo dos maneras tan opuestas logran al final el mismo resultado.

-Luc, cuéntame esa anécdota en la que confundiste la palabra "paredón" con "perdón".
-Cuando llegué a La Habana, la ciudad estaba cubierta con inmensos carteles que decían: “Paredón para los traidores”. Colgaban en las fachadas de los edificios ahora vacíos de la compañía General Electric, la Coca Cola y la Ford Motor Company.... Un día después de mi llegada, fui al Instituto Cubano del Cine con una carta de presentación que el embajador de Cuba en Suiza me había dado. Mi español era imperfecto, lo había aprendido apresuradamente durante la travesía que duró tres semanas. Tras algunas horas de espera, fui recibido por un grupo de jóvenes cineastas que miraban con interés el dossier fotográfico que yo les había llevado. En la discusión que siguió, ellos me pidieron que precisara los motivos que me habían llevado a Cuba. En resumen, querían que definiera mi profesión de fe revolucionaria, algo que se me hacía muy difícil a causa de mi español aproximativo. Traté de explicarles la convicción que yo tenía de haber encontrado el país de mis sueños. “¡Qué maravillosa revolución, y que mejor prueba de su generosidad, que estando hostigada por sus enemigos lleva a cabo esa campaña propagandística pidiendo perdón para los traidores!”. Mis interlocutores no parecieron comprender bien, salvo uno de ellos que hablaba perfectamente francés y estaba muerto de risa. Después de que él intercambió algunas palabras con sus compañeros, todos empezaron a soltar carcajadas. Me hubiera encantado reír también, o al menos, conocer el motivo de tanta alegría, pero tuve que esperar a que me prestaran un diccionario para entender que la traducción correcta de “paredón” significaba ejecución y no “perdón”. Sin querer, yo había entrado en el mundo cultural cubano: de buenas a primeras estaba inmerso como fotógrafo de plató en una película, cómica, por supuesto. Esa “filmación” duró apenas unos meses, pero los nueve años que viví en Cuba se parecían a una buena película. El guión era simple y permitía todas las peripecias.

-¿Cómo fue tu aventura tras las huellas del Che en Bolivia.
-Salí de Cuba con el periodista uruguayo Ernesto González Bermejo, cada uno tenía un pasaporte que le permitía viajar a Bolivia. El propósito era recoger testimonios acerca de la aventura funesta que vivieron el Che y sus compañeros en la selva boliviana. Viajamos durante poco más de dos meses siguiendo el recorrido de los guerrilleros hasta La Higuera, el pueblo donde Che cayó herido antes de ser ajusticiado.

-¿Cómo y cuándo te expulsaron de Cuba? ¿Por qué?
-Fue en el año 75, en pleno quinquenio gris. Prensa Latina me dejó cesante. En aquel momento, la influencia de la URSS llegó a ser muy fuerte en Cuba y como yo no era miembro de ningún partido comunista -ni del suizo ni del cubano- supongo que se rompió el lazo de confianza. Esta es mi interpretación de lo sucedido, porque de más está decir que nunca nadie me ha dado una explicación oficial.

-Tu libro El rostro de la revolución pareciera un análisis sobre el culto a la personalidad. ¿Podemos suponer que tu obra muestra un culto a la personalidad callejero, popular y espontáneo, o piensas que se trata de una variante tropical de esa adoración casi religiosa por un caudillo carismático?
-El culto a la personalidad como se conoce (Stalin,Walter Ulbricht, Mao) siempre se apoya en unas cuantas imágenes emblemáticas de los líderes. Son los mismos arquetipos que se repiten: el líder conversando con obreros, compartiendo con niños, visitando fábricas. En la Cuba de los años 60, las imágenes de Fidel, al contrario, eran muy diversas y antagónicas. Algunas eran difundidas por el Partido, muchas otras eran el fruto de la iniciativa privada o popular. Para un observador europeo, daba la impresión de una especie de “surrealismo tropical”, tal vez lo "real maravilloso" de que hablaba Carpentier, muy ajeno a los cánones del culto a la personalidad que se vivía en la URSS o en China.

-¿Tenía razón, al cabo de medio siglo, aquel capitán del barco italiano que te llevó a la isla?
-En junio del 61 todavía el marxismo-leninismo no se había consolidado en la isla, así que el capitán tenía cierta visión de futuro. Finalmente el comunismo desapareció por completo de la faz de la tierra, fue una peripecia en la historia de la humanidad, ni más ni menos.

-Luc, tú has sido un testigo privilegiado de lo ocurrido en Cuba, primero porque tienes la visión del extranjero, y segundo, por haber estado allí con tu cámara desde los primeros momentos... ¿Cuál es -cincuenta años después- el rostro de la revolución? Y conste que no me refiero al rostro físico de un individuo...
-Es difícil sacar conclusiones. Obviamente no se cumplieron todas las promesas del proyecto revolucionario. Las revoluciones sociales siempre son utopías que tarde o temprano chocan con la realidad de los hechos, y la realidad de los hechos  es siempre más fuerte que las utopías revolucionarias. No sé quién decía que la economía es siempre reaccionaria. La revolución industrial o la revolución informática han sido mucho más radicales que cualquier revolución social. Quiero decir que el hombre es mucho, pero mucho más complejo, que cualquier tecnología y por eso las grandes teorías siempre fracasan cuando plantean cambiar demasiado rápidamente el curso de la historia.



(*) Publicado en Cubaencuentro el 15 de diciembre de 2011.
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2012: BREVE ENTREVISTA A MANUEL PEREIRA

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¿Cómo auguras que será el año 2012 para Cuba?
“No tengo ni la menor idea. Tampoco quiero aventurarme en vaticinios a tan corto plazo. Eso se lo dejo a NostraCastrus, quien lo hace a la perfección profetizando inminentes guerras nucleares”.

¿Cuáles son tus deseos para la Cuba de 2012?
“Hace muchos años aprendí que era mejor no vivir de ilusiones, para no morir de desengaños. Mi último sueño data de 1988, cuando pensé que en Cuba ocurriría algo parecido a la Perestroika y la Glasnot de Gorbachov. Desde entonces nunca he vuelto a soñar. Me limito a observar y a meditar, cada vez con mayor distancia crítica, geográfica y sentimental. No me hago ninguna ilusión con supuestos ‘cambios que no son más que otra tomadura de pelo. Una vez —según Pascal— la suerte del mundo dependió del tamaño de la nariz de una reina egipcia. Ahora parece que el destino de la Isla depende de dos enfermos. Sus males son secretos de Estado. Ya sean dolencias pélvicas, prostáticas o anales, lo cierto es que los anales de la historia han perdido en elegancia y ganado en fetidez”. 

(*) Publicado por Cubaencuentro.

EL RATÓN UTOPISTA

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EL RATÓN UTOPISTA
 Por Manuel Pereira
Un ratón recorre el mundo: el ratón de la Utopía. Aparece en El aprendiz de brujo, de Walt Disney. El origen de esta secuencia se remonta a un relato de Luciano de Samosata escrito hace dieciocho siglos. En su obra titulada Philopseudés, un mago egipcio se muestra capaz de dar vida a los objetos inanimados para ponerlos a su servicio. Inspirándose en esa sátira, Goethe escribió a finales del siglo XVIII su poema Der Zauberlehrling, magistralmente musicalizado cien años después por el compositor francés Paul Dukas.

En 1940 Walt Disney sintetizó toda esa herencia regalándonos lo que, a primera vista, parece un divertimento destinado al público infantil. Sin embargo, El aprendiz de brujo atesora mucho más que eso, pues detrás de la entretenida fábula descubrimos otros significados, una segunda lectura, como en un palimpsesto.

En realidad, lo que vemos en pantalla es el rotundo fracaso de la utopía. En rigor, se trata de una distopía. Recordemos y glosemos esta historia contada por Disney en Fantasía.

Un viejo brujo parecido a Merlín hace hechicerías en su castillo. El ratón Miquito —que es su sirviente o ayudante— lo observa de reojo, temeroso, mientras acarrea agua. El druida bosteza y se retira a dormir no sin antes quitarse el sombrero mágico. El ratón enseguida corre a ponerse el sombrero. Quiere imitar a su amo, pero ignora que no basta para ello con ponerse un sombrero.

Aquí vemos el afán de igualdad, que es el tópico utópico más típico. La búsqueda obsesiva de la igualdad nace de la envidia social. Por ese camino se llega pronto a un igualitarismo por decreto que pretende igualarnos a la baja, como en el Lecho de Procusto, donde todos tienen que encajar en la misma medida. A la corta o a la larga, toda utopía deviene “procustopía”.

En Cuba, durante más de medio siglo, el Gobierno ha proclamado grandes éxitos en materia de igualitarismo. ¿Cuál ha sido el resultado? ¿Adónde ha conducido todo eso? A desigualdades cada vez más escandalosas. Baste un ejemplo, el de la doble moneda, que establece un apartheid, convirtiendo a los cubanos en ciudadanos de segunda.

En realidad, lo único que puede igualarnos es la muerte, de manera que todo lo que aspire a emparejarnos es preludio de muerte. De ahí que la consigna “Socialismo o Muerte” sea una redundancia.

En otra fábula distópica (Rebelión en la granja), Orwell sentenciaba: “Todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros”.

Ahí radica el mayor error de los utopistas. No quieren admitir las asimetrías que saltan a la vista por doquier en la naturaleza, niegan la diversidad en los seres humanos y promueven la aniquilación del individualismo, todo lo cual, tarde o temprano, los lleva a estrellarse contra el muro de la realidad.

La promesa de abolir las desigualdades sociales es la hoguera donde arde la lucha de clases que los utopistas atizan echándole más leña al fuego.

Ni corto ni perezoso, Mickey Mouse empieza a ejercer la telequinesia sobre una escoba, que enseguida cobra vida. Entonces le ordena que cargue unos baldes y haga su trabajo por él. La escoba va y viene desde la fuente del patio hasta un estanque dentro del castillo, donde descarga los cubos.

Ahora el ratón se siente tan poderoso como su amo. Hasta aquí todo ha salido a pedir de boca. Se arrellana en un butacón desde donde, moviendo los dedos, sigue impartiendo órdenes a la escoba esclava. De pronto, se queda dormido.

El ratón Miquito empieza a soñar, que es lo que mejor saben hacer los utopistas. Se eleva impartiendo órdenes a las estrellas. Congrega y moviliza los cuerpos celestes: meteoritos, cometas, soles, planetas. El cosmos se rinde ante su ímpetu fáustico. Chocan los astros, caen lluvias de polvo estelar, se encrespan las olas, estallan rayos y tormentas. El ratón está jugando a ser dios, ya domina el universo.

Lo que vemos aquí es la arrogancia y la megalomanía de los dirigentes comunistas. Después de tantos años en el poder, sin que nadie los critique, sin prensa libre ni opositores, solo rodeados de adulones que les arrullan lo que ellos quieren oír, hasta cierto punto es lógico que terminen endiosándose.

Mientras sueña, Mickey Mouse no advierte que ha provocado una inundación. Su silla empieza a flotar en medio del aluvión. Se cae de la butaca y casi se ahoga. Solo entonces despierta. Empapado y perplejo, descubre que la escoba ha seguido trayendo agua mientras él dormía. Trata de detenerla, pero ésta sigue trabajando sin parar.

Tras abrir la Caja de Pandora, las fuerzas que ha desencadenado son incontenibles. No sabe cómo controlarlas, no sabe corregir la imprudencia que ha cometido al tratar de imitar al Viejo Gran Maestro, no tiene ni la más remota idea de cómo enmendar el desaguisado que ha perpetrado por querer transformar la realidad a su antojo.

Esta escena simboliza el momento en que los gobernantes comunistas descubren que sus arcas están vacías, o se percatan de que, a su vez, la potencia que los subvencionaba también está en bancarrota y ha dejado de enviar sus generosos subsidios.

El amargo despertar de los utopistas, después de tantos años de sueños delirantes y experimentos absurdos, equivale a la frase de Raúl Castro: “O rectificamos o ya se acaba el tiempo de seguir bordeando el precipicio, nos hundimos, y hundiremos (…) el esfuerzo de generaciones enteras.”

Al ver que la escoba ya no se detiene, desesperado, Mickey Mouse coge un hacha y la hace añicos. Aliviado, está convencido de su éxito. Aquí tenemos otro rasgo inconfundible de los utopistas: no ver la realidad como es, sino como les gustaría que fuera, o sea, confundir la realidad con el deseo.

Súbitamente las astillas, los leños de la escoba, empiezan a vibrar y a cobrar vida. Este es el resultado que aguarda a los utopistas, tan amigos de aplicar soluciones tajantes para problemas complejos que requieren sentido común, sabiduría y grandes dosis de pragmatismo.

Caerle a hachazos a la escoba implica violencia, represión. Así reaccionan los utopistas cuando algo no les gusta: simplemente lo destruyen. Al destrozar la escoba desobediente, lo único que ha conseguido el ratón es una abrumadora multiplicación, pues cada leño y cada astilla vibrante se convierten rápidamente en otras tantas escobas.

Aquí también percibimos otro síntoma del deterioro utopista: el incremento de la empleomanía estatal inherente a las economías centralizadas y planificadas al estilo soviético. La multiplicación de las escobas es una metáfora de las plantillas infladas que, en momentos de apuro, los gobernantes utopistas deciden desinflar recurriendo a esa práctica tan capitalista que son los despidos masivos.

La multiplicación de las escobas también nos recuerda la frase del comandante Ramiro Valdés: “las masas… no pueden esperar que papá Estado venga a resolverles y como los pichones: abre la boca que aquí tienes tu comidita.”

Muy pronto esas “masas” de escobas seguirán su marcha implacable hacia la casa, volcando allí más cubos de agua. El castillo se inunda. El ratón está angustiado, no conoce la fórmula mágica para deshacer el hechizo y detener aquella locura que no es sino la utopía en su apogeo. Estas cosas suceden cuando los despropósitos, improvisaciones y voluntarismos se han acumulado hasta estallar en las narices de estos “magos” de la ingeniería social.

Mickey Mouse trata de sacar agua con un cubo, la arroja por una ventana, pero por cada cubazo que él lanza hacia afuera, cientos de escobas derraman sus cubos dentro de la casa anegada.

Esta especie de ratoncito Pérez, que se cayó en la olla por la golosina de la cebolla, ahora se ahoga (“nos hundimos, y hundiremos”, Castro II dixit). Flotando sobre un grimorio, gira en un remolino de agua que lo arrastra a las oscuras profundidades. Es como Mao-Tsé-tung nadando en el río Yangtsé con su Libro Rojo a guisa de balsa.

El ratón utopista hojea frenéticamente el libro de ciencias ocultas propiedad de su amo, busca alguna fórmula mágica capaz de impedir el naufragio. Diríase que es un comunista leyendo por primera vez a Adam Smith.

Pero las escobas siguen en su actividad arrolladora. Mickey se ahoga irremediablemente, no encuentra el conjuro adecuado en el libro, no sabe leerlo, no lo entiende o no tiene tiempo para consultarlo cuidadosamente.

¿Qué son las consignas de los utopistas —vociferadas y repetidas como mantras— sino ensalmos recitados en voz alta ante las multitudes para conjurar peligros, tratar de influir sobre la realidad y cambiarla mágicamente? Una consigna milagrosamente eficaz es lo que busca en vano el ratón Miquito.

De pronto aparece el Mago —el de verdad—. Al regresar del dormitorio, descubre el caos imperante en la sala de su castillo. Levanta las manos y, con un par de gestos, parte en dos las aguas, como hizo Moisés cuando levantó su vara abriendo un camino seco en medio del Mar Rojo para que el pueblo judío pudiera atravesarlo.

Esas manos alzadas y la separación de las aguas nos remiten a Egipto, donde transcurre el relato original y donde vivió Luciano de Samosata al final de su vida.

El báculo de Moisés que separa las aguas del Mar Rojo es el mismo que él ya había convertido en serpiente en otro pasaje de la Biblia. Los magos egipcios también sabían transformar sus bastones en serpientes.

En esas transmutaciones de cayado en reptil ya estaba presente la idea de animar lo inanimado, que viene desde la creación de Adán a partir del barro. En uno de los Apócrifos del Nuevo Testamento, el niño Jesús hace pajaritos de barro que luego echa a volar. Por su edad, en aquel entonces el hijo del carpintero vivía en Egipto. Los hebreos aprendieron mucho de los egipcios, no solo el monoteísmo de Akhenatón. Los papiros mágicos egipcios hablan de estatuillas de terracota usadas en rituales de nigromancia que tienen más de tres mil años de antigüedad.

Lo inerte cobrando vida no podía faltar en la mitología clásica (Hefesto, Pandora, Prometeo, Pigmalión…). Ese mismo principio taumatúrgico, con ligeras variaciones, se prolonga en la leyenda medieval del Golem, en el homúnculo alquímico de Paracelso, en el Frankenstein de Mary Shelley y en elPinochode Collodi. Más tarde continuará con los robots de Karel Capec y los de Asimov, con el androide que suplanta a María en Metrópolis, con las Muñecas Eléctricas del futurista Marinetti y con los replicantes de Blade Runner.

Tanta imaginación desenfrenada es razonable —y aun recomendable— cuando está concebida con fines literarios, artísticos, místicos o religiosos, pero no cuando sus propósitos son económicos, sociales y políticos.

Allan Kardec y sus seguidores pueden disfrutar todo lo que quieran con sus mesas giratorias, pero cuando eso desemboca en la Mesa Redonda de la Televisión Cubana… ¡apaga y vámonos!

Cuando Marx, en la Crítica del programa de Gotha, dice: “De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades” pretende ni más ni menos que la escoba barra sola y que, además, cargue los cubos de agua.

Cuando el Che Guevara inventó el trabajo voluntario, la emulación socialista y los estímulos morales como formas de aumentar la producción, reincidió en el error incurriendo en otro frustrado acto de magia.

En ambos casos, se trata de que lo inmaterial (lo moral) actúe sobre lo material, transformándolo e incluso creándolo. Lo que se busca es que lo invisible (estímulos morales) sustituya a lo visible (incentivos materiales) en las actividades productivas.

Esa falta de realismo económico es la kryptonita de los utopistas. Tantos delirios teóricos, y la obstinación de ponerlos en práctica, equivalen al intento de infundirle vida a un trozo de barro con tan solo un soplo divino.

Estas supersticiones, siempre envueltas en palabrería seudocientífica, paradójicamente son llevadas a cabo por ateos recalcitrantes.

Al final, las aguas se retiran, la habitación queda seca, todo vuelve al orden. Sumisamente, el ratón Mickey le devuelve el sombrero al Mago. El druida le da un escobazo en el trasero echándolo fuera de la casa. Es como si le dijera: “zapatero, a tus zapatos”. Cualquier parecido con las recientes elecciones españolas es pura coincidencia.

¿A quién representa el Viejo Maestro en mi exégesis?

Pudiera ser Dios, creador de tantas cosas, desde las flores y las mariposas hasta las estrellas y los océanos. Por si acaso algún lector no es creyente, digamos que ese druida también simboliza las inmutables leyes de la Naturaleza. Es decir, encarna el discurso de la Realidad, única fuerza capaz de poner en su sitio, tarde o temprano, a los utopistas.

Dicho de otro modo, ese Merlín personifica la tradición y la experiencia acumulada durante siglos por inventores, comerciantes, hombres de negocio, industriales, técnicos, científicos y los emprendedores en general, que son los únicos que saben producir riqueza en abundancia.

Me anticipo a posibles críticos. Por supuesto que el modelo democrático tiene defectos y se cometen injusticias, pero aun así, todos los defectos del capitalismo juntos no llegan ni al cincuenta por ciento de todas las deficiencias del comunismo. Como decía Winston Churchill: “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. El comunismo, como antídoto contra los males del capitalismo, es un remedio que resulta peor que la enfermedad.

El sistema económico que ha concentrado más personas capaces de generar bienestar material y espiritual es el capitalismo. La clase social que más talentos de esa índole ha gestado a lo largo de la historia es la burguesía.

Esto fue lo que comprendió Deng Xiaoping cuando proclamó que “enriquecerse es glorioso”. Eso mismo conjeturó Gorbachov con su Perestroika y su Glasnot.

Ambos comunistas redescubrieron el capitalismo tras décadas de experimentos utopistas —o sea, medievales, pues no han sido más que retrocesos al feudalismo.

Esos ensayos infligieron a sus pueblos —y a otros que los imitaron— múltiples e inútiles sufrimientos, como carencias crónicas, la prohibición de viajar libremente, de opinar, de tener el pelo largo, de oír o bailar rock, de rezar y poner arbolitos de Navidad, de tener acceso a Internet, el hambre científicamente programada, los destierros sin retorno permitido, el desgarramiento de las familias separadas, el incalculable número de balseros cubanos ahogados, o una cifra aún mayor de naufragios en los Boat People de Vietnam, la imposición del Pensamiento Único y de lo Políticamente Correcto, el auge de la Policía del Pensamiento y de la Neo-lengua, el espionaje y la delación entre vecinos, un único Partido, dinastías “revolucionarias” eternizadas en el poder, la coartada de echarle siempre la culpa de todo lo malo al enemigo exterior, entrenamientos y simulacros militares cada dos por tres, ingentes gastos armamentísticos en detrimento de la canasta básica, el miedo inculcado desde la infancia, insultos gubernamentales (“traidores”, “vende-patrias”, “mercenarios”, “gusanos”, “escoria”, “escuálidos”) contra aquellos ciudadanos que no comparten la ideología oficial, crisis de misiles que pusieron al mundo al borde de la destrucción, guerra en Afganistán, invasiones en Hungría y en Checoslovaquia, guerrillas en América Latina, la guerra en Angola, la matanza en Tian'Anmen, colectivizaciones forzadas, censura férrea, purgas en el Partido, procesos kafkianos en público y por televisión, represión contra religiosos y homosexuales, escritores silenciados, otros ejecutados, algunos suicidados, mujeres pacíficas vapuleadas en la calle por turbas progubernamentales, psicosis de Guerra Fría, planes quinquenales incumplidos, millones de horas de estúpido trabajo voluntario que suman años de tiempo perdido, campos de concentración (UMAP por aquí, Gulags por allá), miles de discursos tan tediosos como vacíos, expropiaciones masivas, cero propiedad privada, ningún derecho de herencia, fusilamientos, largos encarcelamientos, el Estado de Derecho extinguido, el hábeas corpus inexistente, el sentido del humor coartado, la libertad de asociación y de reunión imposibles, el derecho a huelga cancelado hasta nuevo aviso, salarios de miseria dignos de esclavos, la cultura secuestrada en mayor o menor medida por el aparato de propaganda del partido…

¿Por qué Marx usó la palabra “fantasma” (Gespenst) para definir al comunismo en la primera oración de su famoso Manifiesto? Obviamente es una metáfora para esbozar algo capaz de asustar a las fuerzas más poderosas de su tiempo en Europa. Aun así no deja de ser interesante que eligiera esa palabra en vez de, por ejemplo, tigre, amenaza, peligro, huracán, terremoto… En cierta forma, es casi como si reconociera que en aquel entonces (1848) el comunismo no era más que una visión quimérica, un espantajo, un fenómeno sobrenatural que no pertenecía a este mundo sino al Más Allá. A fin de cuentas, ¿qué es cualquier utopía sino una fantasmagoría?

En cualquier caso, lo que Marx desencadenó con su Manifiesto Comunista fue un poltergeist en la historia del siglo XX cuyas catastróficas repercusiones amenazan con extenderse al siglo XXI.

Marx creó un Golem que no solo destruyó todos los entornos donde se instaló sino que además terminó desobedeciendo —igual que las escobas de Mickey Mouse—, e incluso se volvió contra su propio creador.

Fidel Castro —en un raro momento de lucidez— supo vislumbrar a ese Frankenstein tropical: “Este país puede autodestruirse por sí mismo. Esta revolución puede destruirse. Nosotros sí, nosotros podemos destruirla…”

El siglo XX engendró dos Golems. Uno es esa utopía de ultraderecha que fue el nazismo, anunciada en la novela Michael, de Goebbels. El otro se tambalea, escorándose a la izquierda, y le llaman el “Hombre Nuevo”. Se parece tanto al sonámbulo César del Doctor Caligari que no es extraño que en una Cuba ya zombificada se filmen películas de muertos vivientes.

De esos dos totalitarismos, el que más ha durado es el comunista, y sus principales aprendices de brujo van desde Marx y Engels hasta Hugo Chávez, pasando por Stalin, Lenin, Trotsky, Che Guevara, Fidel Castro, Mao Tsé-tung, Pol Pot, Ieng Sary, Kim il-Sung, Ceausescu, Enver Hoxha, Honecker, Tito…

Lo más curioso es que, a pesar de que todos sus proyectos han fracasado, no faltan nostálgicos —o cínicos— que tercamente siguen procurando fórmulas mágicas, ignorando a consciencia las terribles lecciones de la historia más reciente: la debacle del campo socialista en Europa Oriental, la extinción del CAME o COMECON, la desaparición del Pacto de Varsovia, la caída del Muro de Berlín, la transición de China hacia un capitalismo de estado, la improvisación cubana de una precaria economía del timbiriche…

Todos estos derrumbes, así como las lentas transiciones denominadas “ajustes” o “actualizaciones”, describen el desmantelamiento vergonzante del modelo comunista, no son más que capitulaciones e implican el reconocimiento tácito del fiasco del sueño utopista.

Sin embargo, muchos intelectuales, artistas y académicos se empeñan en seguir soñando. Están en su derecho. Lo malo es que contaminan y confunden a otros mucho menos informados.

Estos candidatos a aprendices de brujo argumentan que la utopía es tan bella (al menos en teoría) que vale la pena intentarla de nuevo, lo cual es como darle otra oportunidad al cirujano que ha matado a un montón de pacientes en el quirófano. A ese cirujano habría que mandarlo a la cárcel, lo cual, en el caso de la utopía, significa mandarla al basurero de la historia.

Pero los nostálgicos insisten sin la menor pizca de rubor. Alegan que la utopía es como el horizonte, que mientras más nos acercamos a él, más se aleja y que, por tanto, la utopía sirve para eso: “para caminar”.

¡Qué poético! Pero… ¿caminar hacia dónde? ¿Hacia el abismo? No, gracias.

Las utopías son el parto de los montes, y la montaña parió un ratón.



(*) Publicado en Cubaencuentro el 11 de Enero del 2012.
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DERRUMBES

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DERRUMBES
 Por Manuel Pereira
A los tantos edificios que se caen en La Habana, se ha sumado el Cine Campoamor. Un fragmento de la memoria física de mi juventud acaba de extinguirse. He aquí un pasaje del capítulo 28 de mi novela Insolación (Editorial Diana, México, 2006) donde lo evoco.

La Wong y Joaquín iban al cine Campoamor para matearse, enroscaban sus lenguas hasta casi asfixiarse en la última fila de butacas, que era la más oscura. Mientras tanto, en la pantalla, los enemigos del pueblo masacraban a balazos a un bolchevique. Ya le habían metido unos treinta tiros en el cuerpo, pero el tipo seguía caminando hacia sus enemigos de clase, gritándoles consignas edificantes. Era la versión proletaria de Supermán. La película era soviética y se titulaba El Comunista. Hacía como un año que permanecía en cartelera. Joaquín se la sabía de memoria.

Cuando él estudiaba ruso en el Capitolio, iba a verla solamente para recibir un baño lingüístico. Aprendió más ruso con esa película que con Nina Potapova. Pero ahora ya no veía ni oía la película, estaba demasiado entretenido mateándose con la China. Los cines ya no eran ni la sombra de lo que eran tres años atrás. Ya no había vendedores de maní garapiñado, tampoco se podía fumar... ya casi nadie gritaba aquello de “¡Cojoooooo, suelta la botella!” cuando alguna escena se interrumpía bruscamente por culpa del proyeccionista. Joaquín recordaba con nostalgia la atmósfera delirante de los cines antes de la revolución. “¡Vayaaaaa, traigo caramelos, galleticas, peters, bombones, maní garapiñaoooooo... coooooca-cola, cooocaína, mariguanaaaaaaaa!”, exclamaba el vendedor de golosinas del Majestic cuando recorría la platea haciendo bocina con la mano, con una linterna bajo el brazo y un quepis verde de medio lado. La gente estallaba en carcajadas con lo de “mariguanaaaaa”. Ese risoteo se había acabado.

Desde la puerta del cine Campoamor, mientras esperaba a la China, contemplaba los jardines del Capitolio abandonados, enyerbados. En el frontispicio de mármol empezaban a crecer las hierbas y en algunos capiteles dóricos se advertían raíces aéreas. De seguir así, dentro de poco allí estarían pastando las vacas. Los cristales de los altos ventanales estaban polvorientos, o rotos a pedradas. Por dentro, las telarañas tapizaban las banquetas de los hemiciclos. Primero convirtieron el Capitolio en Escuela de Idiomas y, más recientemente, en Academia de Ciencias, a pesar de lo cual, el Capitolio -más grande que el de Washington- estaba cada vez más descuidado. Incluso las placas de oro de su cúpula habían desaparecido misteriosamente. Pareciera como si los guerrilleros -orientales en su mayoría- que habían tomado el poder cinco años atrás estuvieran castigando a la ciudad, humillando sus símbolos, privándola de sus encantos.

Joaquín nunca había dado un beso en la boca, pero entre Salutaris y el Cawy le habían llenado la cabeza de fantasías bucales donde pululaban las lenguas enroscadas como serpientes. Salutaris le había regalado una cajita de chicles “Adams”, producto de sus andanzas con los marineros griegos por los muelles. Antes de hacerle el obsequio, le habló de la técnica del “chicle permutable”.

La “permuta” era la última invención de los Reyes Magos en materia de gestión inmobiliaria. Ya no se alquilaban, ni se vendían, ni se compraban, casas ni apartamentos ni cuartos. Ahora, si alguien quería mudarse, tenía que permutar a través de un organismo estatal. La gente cambiaba un apartamento por dos cuartos, o tres cuartos por un apartamento... las variantes eran infinitas tomando en cuenta ubicación, cantidad de metros habitables, acceso a medios de transporte, condiciones de la vivienda, etcétera.

Así que la técnica del “chicle permutable” también consistía en un intercambio. Había que masticarlo un poco nada más entrar en el cine. Cuando empezara a matearse con la China tenía que meterle por sorpresa el chicle en la boca empujándolo con la lengua. Lo ideal era que luego lo intercambiaran, como en una permuta bucal.

Tener un chicle era por entonces casi como poseer un crédito bancario, porque las pepillas adoraban el aliento perfumado de un beso “Adams”, pero también era un arma de doble filo, porque si la policía te cogía masticándolo podías ir a parar a una granja donde había que trabajar de sol a sol.

Joaquín introdujo el chicle en la boca de la China y ella reaccionó como si conociera esa técnica de toda la vida. A veces ella escondía el chicle y Joaquín tenía que buscarlo con la punta de la lengua entre las muelas y en las encías. Antes él iba a ese cine a practicar idioma con el “Manual de Lengua Rusa” bajo el brazo, ahora iba a ejercitarse en lecciones de lenguas nada muertas.

Mientras al bolchevique seguían metiéndole tiros en la pantalla, el “chewing gum” -como decía Salutaris dándose aires de políglota- iba de una boca a la otra, ya sin sabor, pero creando una extraña sensación de unión entre los dos, como en el ritual de ciertos reyes africanos que suelen demostrarse afecto escupiendo uno dentro de la boca del otro.

Una tarde la China no asistió a la cita. Joaquín se fumó una cajetilla de “Dorados” esperándola en la puerta del Campoamor. Tampoco contestaba al teléfono, o bien salía una prima mentirosa que siempre inventaba alguna excusa: “no está”, “salió a ver a su abuela”...
La China lo había dejado. Tal vez se había buscado otro novio. Joaquín lloró un poco. “No sufras por ninguna mujer, mi almita. No paga la pena”, volvió a decirle Numancia cuando lo vio tristón.

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El Llanto del Manatí

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EL LLANTO DEL MANATÍ

Por Manuel Pereira

Frente a las costas de La Española, Cristóbal Colón escribió en su Diario de Navegación que “vido tres sirenas (…) pero no eran tan hermosas como las pintan”. Al Almirante le pasó lo mismo que a Marco Polo cuando confundió al rinoceronte de Sumatra con el unicornio.

Las “sirenas” caribeñas de Colón no eran más que manatíes. A partir de esa confusión original, las fabulaciones de los Cronistas de Indias se multiplicaron, creándose incluso la leyenda de un cacique de Santo Domingo que navegaba con diez indios en el lomo de un manatí domesticado. Pedro Mártir de Anglería incrementó estos trasvases mitológicos confundiendo a los manatíes con los tritones y aun con las nereidas.

En su inevitable libro Ocaso de sirenas, José Durand nos cuenta que, ante la magnificencia del manatí, el conquistador Juan de Salinas Loyola, equivocó el nombre y escribió “magnatí”. Las denominaciones insólitas proliferaban a medida que aumentaba el batiburrillo taxonómico.

Al manatí le llamaron “vaca marina”, porque se alimenta de plantas acuáticas y pasta bajo el agua; también lo nombraron “pez-mujer”, porque tiene tetas y amamanta a las crías apretándolas contra el pecho con sus aletas en forma de “manitas”. Los mexicanos del siglo XV lo apodaron “tlacamichin”, es decir, “hombre-pez”, del náhuatl tlacatl (hombre) y michin (pez).

Dócil, pacífico, vegetariano, del rostro del manatí emana cierta nobleza a pesar de su evidente fealdad. Su constitución antropomorfa lo convierte en un enigma biológico, una criatura inclasificable, acaso el animal más desconcertante del planeta junto con el ornitorrinco. Es el único mamífero acuático herbívoro y, según los registros fósiles del Eoceno, está remotamente emparentado con el elefante por los restos de proteínas que conserva, sus características dentarias y las uñas de las “manitas”, que son planas y redondeadas.

Así las cosas, no es de extrañar que marinos y científicos de otros tiempos confundieran a los manatíes no solo con sirenas sino también con delfines, focas, morsas y hasta tiburones. El conde de Buffon los clasificó entre los cuadrúpedos y Alexander von Humboldt —que fue el primero en diseccionarlos en la cuenca del Orinoco— los catalogó entre los cetáceos.

Todos se equivocaban con el manatí, al que también denominaron “lamantino”, “lamentin”, o “lamantin”, del francés “lamenter”. “Lamantín” le llama Buffon. “Lamentino”, dice el jesuita Clavijero. Y todo ello porque parece que llora o gime cuando lo matan. Ciertamente estos animales emiten chillidos o llantos, como afirma el naturalista Herbert Wendt.

Si en la mitología clásica las sirenas cantaban, en nuestra cruda realidad, los manatíes gimen, sobre todo durante las matanzas a que han sido sometidos hasta ser casi borrados de la faz del planeta. Experimentamos una vergüenza cósmica al constatar que el animal más manso del mundo es una especie en peligro de extinción por culpa de su principal depredador, que es el hombre, por encima del tiburón y del cocodrilo. Las sirenas tuvieron mejor suerte al quedar convertidas en arrecifes.

Para colmo de males, el manatí no ha llegado a ser tan famoso como el delfín, porque no es tan “bonito”. Al ser más arcaico y nada post-moderno, es menos hollywoodense, en suma, nada circense. Sin embargo, no hay espectáculo más digno de verse que una manatina abrazando a sus manatos cuando les da el pecho a flor de agua. Todo el instinto maternal del universo se concentra en este animal. También se abrazan entre sí los adultos y juguetean en el fondo de las lagunas, incluso con los humanos, a quienes no guardan rencor por el daño que les infligen. En sus retozos, los manatíes llegan a besuquearse entre ellos.

Sin duda es el animal más tierno de la creación. Tan tierno que hay testimonios según los cuales los indios del Orinoco y de los ríos amazónicos incurrían con las manatinas “en diabólico pecado”. La carne de estos animales siempre ha seducido a los hombres, no solo como sede de concupiscencia, sino también como manjar. Otro cronista de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo, nos habla del manatí desde el punto de vista gastronómico. Su carne cruda es como ternera, y cocida, tiene sabor a atún. Para Oviedo su manteca es la mejor para hacer huevos fritos y “muy buena para arder en el candil”. Hasta el mismísimo Fray Bartolomé de las Casas nos informa que la carne del manatí es muchísimo mejor que la ternera, sobre todo si es tierna y se hace en adobo. Fray Toribio Motolinía también lo probó. Los conquistadores comían manatí principalmente en Cuaresma. En días de abstinencia, guisar manatí, en las Antillas y en México, equivalía a saborear ternera que a su vez era pescado. Así burlaban el precepto eclesiástico. Comer manatí en Viernes Santo se convirtió en una tradición del Nuevo Mundo. Humboldt también lo paladeó, para él su carne “se asemeja más al puerco que a la vaca”. Alexander Olivier Exquemelin, el cirujano pirata, llegó más lejos: “he tenido la curiosidad de chupar la leche de algunas de estas hembras que daban de mamar; la he hallado tan buena como la de los animales perfectos por la cópula”.

La carne del manatí se ha aprovechado incluso con fines ceremoniales. Desde tiempos inmemoriales, olmecas y mayas la apreciaban mucho. Ya había terribles matanzas de manatíes en los últimos años del siglo XVIII. Hacia 1768 se extinguió una especie —la “vaca marina de Steller”— debido a la intensa cacería a que fue sometida en el Estrecho de Bering. El dugón —hermano del manatí en aguas del océano Índico y en la costa suroeste del Pacífico— también está en peligro de extinción.

El manatí ha desaparecido de las costas antillanas hasta quedar reducido a topónimos en Puerto Rico y en Martinica. En Cuba —donde tanto escasea la carne de res— no quedan manatíes. En Campeche, hacia 1960, se vendía la carne de manatí a 50 pesos el kilogramo. A partir de 1987 la legislación mexicana estableció una multa de 7 millones de pesos por matar uno de estos animales. En 1992 otra ley subió la multa a 26 millones de pesos. A pesar de lo cual siguen vendiéndose artesanías (aretes, collares…) confeccionados con huesos de manatí.

Antiguamente se usaba su piel en la construcción de canoas. Tradicionalmente las mujeres han usado el polvo de su cráneo y de sus costillas para detener el flujo menstrual. La grasa servía como ungüento. Un enemigo más moderno del manatí es el turismo, sobre todo las lanchas rápidas cuyas hélices los destrozan, porque el manatí nada muy lentamente casi a flor de agua, razón por la cual es fácil de cazar ya que emerge para resollar cada dos o tres minutos. Otra amenaza son las redes de pesca, sin contar diversas actividades industriales que han modificado el hábitat del manatí en costas y ríos de Florida, México, América Central, Colombia, Venezuela y Brasil.

En los años setenta se introdujeron manatíes en Xochimilco con la intención de controlar el lirio acuático en los canales del famoso lago. Pero los animales murieron por neumonía debido a las bajas temperaturas del agua, según la versión oficial. Sin embargo, existe otra versión de los hechos, quizá algo exagerada, la que nos dejó el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez: “La Venecia mexicana expiraba de constipado; entonces la Secretaría de Pesca, tan sabia y consecuente, inventó traer los últimos manatíes de la Florida para que se comieran a tiempo la fauna verde. Era de verse: una manada de helicópteros transportó en redes de nylon a todos los que pudieron (manatíes, manatizas, con sus bebeses prendidos a sus tetas) por los aires del Golfo hasta el extransparente Valle más alto del mundo y los depositaron en los taponeados canales de Xochimilco. Los indios implumes creyeron que era milagro y los sacrificaron sin piedad. Y, naturalmente, se los almorzaron con placer…”

Sea como sea, lo cierto es que en los últimos diez años del siglo pasado disminuyó la presencia de estos animales en el estado de Quintana Roo. Donde más quedan es en la Bahía de Chetumal y en el río Hondo. No hace mucho se llevó a cabo en esa bahía un censo aéreo desde avioneta y se contaron hasta 49 animales. Otras informaciones hablan de entre 90 a 130 individuos en la Bahía de Chetumal, declarada Santuario del Manatí en 1996. De todas maneras, son cifras aterradoras. Aunque tanto el Colegio de la Frontera Sur como el Instituto de Biología de la UNAM realizan tenaces esfuerzos, la especie ha sido poco estudiada. Por ejemplo, en general se sabe poco sobre su forma de reproducción.

Conmovido por la infinita desgracia del animal más apacible del mundo, hace seis años peregriné hasta Chetumal, en la frontera con Belice, para contemplar de cerca esta curiosidad zoológica de tiempos pre-adánicos y como recién salida del Arca de Noé. Chetumal es el único lugar del planeta donde el manatí tiene el puesto de honor que le corresponde. Se le ve en estatuas públicas, en folletos turísticos, en logotipos. Los niños acarician a los manatíes que de noche se acercan a la orilla del bulevar para comer algas.

Y allí conocí a Daniel, una cría en cautiverio, nadando en una “piscina” improvisada en la Laguna Guerrero. Allí tenía todo lo que necesitaba: mangle en las orillas, pasto acuático, baja profundidad de las aguas cuya temperatura está por encima de los 20 grados centígrados, salinidad variable y fuentes naturales de agua dulce.

Familias enteras acudían a ver a Daniel para rascarle el lomo con un cepillo. Daniel tenía por entonces poco más de veinte meses de edad y ya medía aproximadamente metro y medio. Su cuidador —Eladio Juárez— le daba de comer puñados de algas directamente en la boca. Daniel sacaba la cabeza buscando su condumio y luego giraba lentamente en el agua como queriendo dar saltos de alegría.

Mientras me alejaba de la laguna Guerrero adentrándome en la selva para visitar unas ruinas mayas, escuché algo deslizándose por debajo del canto de los pájaros, algo así como un lamento, una queja apenas perceptible. Era el llanto ancestral del manatí.

(*) Publicado en Cubaencuentro el 2 de Febrero del 2012.
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LA BLOGUERA DE LA LIBERTAD

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Con motivo de que a Yoani Sánchez le acaban de negar en La Habana el permiso de salida por 19ª ocasión quiero reproducir aquí la entrevista que le hice el 19 de septiembre de 2010 y que publiqué en la revista DIA SIETE, del periódico EL UNIVERSAL, de México.

LA BLOGUERA DE LA LIBERTAD
Por Manuel Pereira
La bloguera cubana Yoani Sánchez fue nombrada recientemente "Héroe de la libertad de prensa en el mundo" por el Instituto Internacional de la Prensa (IPI) y, poco después, ganó el Premio Príncipe Claus.

Esta joven filóloga, residente en La Habana, ya había recibido, entre otros, el Premio de Periodismo Digital Ortega y Gasset. En el 2008 fue elegida por la revista TIME una de “las cien personalidades más influyentes del mundo”, y su blog “Generación Y” fue distinguido, por esa misma revista, como uno de los 25 mejores del mundo. En noviembre de 2009, el Presidente norteamericano Barack Obama respondió a un cuestionario que ella le dirigió a través de Internet: siete preguntas y respuestas que le dieron la vuelta al mundo.

En un país como Cuba, donde los medios de comunicación son propiedad del gobierno, ella es la otra cara de la “verdad” oficial. Día tras día, Yoani cuenta en su blog lo que la propaganda disfrazada de periodismo calla, tergiversa o edulcora. Ella nos revela, en sus más mínimos detalles, el lado oculto de la realidad.

Gracias a las más avanzadas tecnologías Yoani ha logrado romper los muros de la censura vigente en ese museo -o mausoleo- de la Guerra Fría que es Cuba. Por eso la odian tanto en los círculos oficiales, por eso incluso ha sido víctima de atropellos físicos, insultos y arrestos arbitrarios.

Valiente y frágil muchacha que informa más y mejor que cualquier agencia de prensa internacional radicada en La Habana. Sin perder la calidad de su escritura, sus textos describen las penurias cotidianas de la población, son una denuncia a favor de la libertad de expresión y proclaman el derecho de cualquier ciudadano a disentir del pensamiento oficial.

-Ante todo, Yoani, quiero felicitarte doblemente: por los 35 abriles que acabas de cumplir y por tan merecidos premios. Ahora cuéntame cómo empieza un día cualquiera de tu vida -le pregunto en una llamada de larga distancia desde México.

-Todos mis días son diferentes, tal vez porque la realidad cubana no permite una rutina. Esto es un delirio, es como en tu libro La quinta nave de los locos. Desde pequeña estoy acostumbrada a levantarme a las 6 de la mañana. Además, tengo que hacerlo porque tenemos que despertar a mi hijo para que llegue a tiempo a la escuela. Me pongo frente al televisor y me disparo el noticiero nacional, donde uno no se entera de nada, pero por profesionalismo periodístico lo veo de todas maneras. Ese es el momento mágico del día, cuando mi esposo (el también periodista digital Reinaldo Escobar), mi hijo Teo y yo nos sentamos a desayunar. Estamos los tres frente al sol, pues este edificio prefabricado yugoslavo está orientado en esa posición, así que el sol entra por el balcón y nos descubre en nuestra mesa desayunando. Después de eso, bajo a la calle, puedo estar dos horas en una cola para comprar malanga, o bien doy clases de español desde las 9 hasta las doce del día. De eso vivo hace años, al principio empezó Reinaldo con las clases a turistas alemanes, y luego los dos empezamos a dar repasos de español a estudiantes cubanos, aunque debo decirte que después de que empezó a salir mi blog, algunos han cogido miedo y no han venido más...

- Ustedes viven en un edificio bastante alto, en el último piso, que es el catorce...  ¿Cómo se las arreglan cuando hay interrupciones de suministro de agua?

-Eso es angustioso, para que tengas una idea: hace un año hicimos una remodelación en la cocina que estaba desastrosa, y tuvimos que fundir una meseta nueva. Para hacer la mezcla con cemento, poner las cabillas y todo eso, tuvimos que usar agua de la pecera... le pedimos prestada un poco de agua a los peces... Cuando no hay agua, tenemos que cargar cubos escaleras arriba, catorce pisos, y en ocasiones... simplemente ahorramos, somos faquires, y no nos bañamos durante algunos días (risas).

-¿Qué ocurre cuando se rompe el elevador?

-Este edificio se inauguró en el año 1985, los ascensores originales eran soviéticos, y eran una calamidad. No hace mucho los cambiaron por otros rusos. Hay una diferencia importante entre la tecnología “soviética” y la “rusa”. Estos rusos son un poco más estables, se rompen con menos frecuencia, aunque eso es también gracias a que Reinaldo los repara y les da mantenimiento.

- ¿Qué haces cuando hay cortes de luz?

-En los últimos dos años han disminuido los apagones, de todas maneras aquí no puedes contar siempre con electricidad... Parece que las autoridades se han dado cuenta de que hay una relación entre los cortes eléctricos y la insatisfacción popular, así que han tratado de que los apagones no se repitan tanto como antes.

- Algo tan sencillo para cualquier ciudadano del mundo civilizado como es encender la computadora en su casa y conectarse a Internet, para ti es una hazaña cotidiana. Cuéntame cómo haces para conectarte a Internet.


-No tengo Internet en la casa, yo me conecto en los hoteles. Al principio entraba en los hoteles mascullando palabras en inglés o en alemán, haciéndome pasar por extranjera. Después Raúl Castro autorizó que los cubanos entraran y se alojaran en hoteles. Así que aproveché esa nueva circunstancia, y ahora puedo entrar sin tener que fingir que soy turista... Claro, siempre hay operativos de la policía secreta a mi alrededor, informantes que me miran con insistencia o se hacen señales entre ellos. Esos agentes de seguridad no se acercan más a mí por cuestiones de visibilidad, no les conviene provocar un escándalo en medio de tantos huéspedes extranjeros. Por lo demás, yo no tengo nada que ocultar, no tengo armas escondidas en mi casa, ni nada, yo soy transparente, yo entro en los hoteles sin recurrir a camuflajes, yo soy Yoani y escribo un blog... Siempre ejercen cierta presión, pero de ahí no pasan.

- ¿Entras todos los días en Internet?

-¡Ojalá! Toma en cuenta que una hora de conexión a Internet en un hotel, o en un cibercafé, cuesta el tercio del salario normal promedio. Entro una vez a la semana, a veces tardo hasta quince días en conectarme. Yo escribo previamente mis crónicas en casa, y lo llevo todo ya en cuartillas al hotel. Entonces me siento allí frente a la computadora y envío todo eso por correo electrónico. Yo no navego por las páginas. Mando mis textos a comentaristas y traductores de mi blog, y ellos se dedican a publicarlo por mí con una frecuencia y organización que le da vida al blog. Eso pudiera dar la sensación de que yo estoy todos los días en Internet, pero no es así, mis amigos van ordenando el material y van dándole una secuencia. Ahora bien, eso ha cambiado mucho desde agosto del año pasado cuando apareció una milagrosa herramienta llamada twitter y eso me trajo una inmediatez. El twitter es una bendición, ahora emito mensajes inmediatos, no sólo 140 caracteres, sino también imágenes, y... ¡sorpresa desde hace dos semanas!... ahora también puedo emitir audio. Si los cubanos hemos sido capaces de hacer un bistec con cáscara de toronja, si hemos podido inventar la carne sin carne, ¿cómo no vamos a hacer internet sin internet? (risas).


 -He sabido que hace poco matriculaste a tu hijo Teo en  un instituto preuniversitario y allí te encontraste unas normas oficiales escritas por los maestros en el pizarrón: “las hembras no usarán más de un par de aretes (...) Las sayas deberán tener un largo de 4 centímetros por encima de las rótulas de las rodillas. No se permitirán sayas ni pantalones pélvicos (...) Las hembras no usarán maquillaje. No se permiten pulsos, collares, cadenas ni anillos. Los atributos religiosos no podrán estar visibles. No se portarán MP3, MP4, celulares. Los varones no usarán aretes, presillas ni piercing (...) No se permite en los varones: el pelo largo, pintado, pinchos largos, ni figuras en el cabello (...) El cabello de los varones no debe exceder los 4 centímetros”. ¿Qué va a hacer Teo ante esa situación de represión medieval?



- Aunque sólo tiene quince añitos, nuestro hijo es el tipo más libre de la casa. Nunca le decimos lo que tiene que hacer, le dejamos a él la elección de seguir o no las normas de indumentaria y de corte de pelo escritas en la pizarra. Para que tengas una idea de quién es Teo: durante la ola de arrestos conocida como “la Primavera Negra”, tuvimos que contarle que a un amigo nuestro lo habían metido en la cárcel. Eso fue en el 2003, Teo tenía unos ocho años y nos preguntó por qué estaba en prisión nuestro amigo. Le contestamos que porque era un hombre muy valiente, y de pronto nos preguntó: “¿entonces ustedes están libres porque son un poco cobardes?”

-Los vecinos de tu edificio... ¿te apoyan, te evitan, te espían, se solidarizan contigo?

-Hay de todo... En primer lugar, es difícil plantar batalla cuando la persona que repara el ascensor de los 14 pisos es mi esposo. Reinaldo es el mago de este edificio, es el Mecánico del Ascensor. Así que tienen que llevarse mínimamente bien con él. Por otra parte, la gente aquí nos tienen mucha estima, siempre que tocan nuestra puerta para pedir cualquier cosa, nosotros los ayudamos, ellos tienen la experiencia del contacto con nosotros. Las inyecciones de paranoia que les han inoculado han funcionado hasta cierto punto, pero no pueden hacernos un acto de repudio, un mitin donde nos insulten, porque estamos acá arriba, y la concentración de las turbas sería allá abajo, en la calle, y, por tanto, no los oiríamos. Suponiendo que organizaran ese acto de repudio en el pasillo de nuestro piso catorce, tampoco sería efectivo, porque sólo seríamos testigos de esa repulsa nosotros tres, ya que el pasillo es estrecho y no cabe tanta gente. Entonces la parte teatral, la masividad, cuyo objetivo es que la gente en la calle vea y oiga el mitin de repudio, tampoco funcionaría. O sea, la escenografía política callejera, que tanto le interesa al gobierno, no funciona aquí con nosotros.


- En repetidas ocasiones te han invitado a recoger diversos premios internacionales, pero el gobierno no te deja salir de la isla. Hace poco me decías por teléfono: “creo que va a ser más fácil que México venga a mí antes que yo vaya a México”.  ¿Te gustaría venir a México?

-¡Claro! ¡Me encantaría! A México y a Argentina, porque son dos potencias culturales y literarias, a esos dos grandes países tengo que ir, sea como sea...

Así es un día en la vida de Yoani Sánchez.

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La mano de Orula

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LA MANO DE ORULA
Por Manuel Pereira
Orula, el orisha de la adivinación

Desde que llegué a este país me llamó la atención ver a tantos mexicanos con esa manilla de cuentas verdes y amarillas que se llama “mano de Orula”.
Obligados a latigazos a practicar la religión de sus amos, los esclavos que empezaron a llegar a Cuba a partir del siglo XVI identificaron a sus dioses ancestrales con las imágenes de los santos que veían en las iglesias. Así, concibieron diversas asociaciones entre las deidades africanas y las católicas hasta tejer toda una red de vínculos mitológicos, creando ese sincretismo que se denomina “santería”.
Así las cosas, Ochún quedó asociada con la Caridad del Cobre, Changó con Santa Bárbara, Babalú Ayé con San Lázaro, Elegguá con el Niño de Atocha, etcétera.
También en México tuvo lugar un proceso similar cuando al indio Juan Diego se le apareció la virgen en el cerro del Tepeyac, que -según Octavio Paz en El laberinto de la soledad - “es una colina que fue antes santuario dedicado a Tonantzin, ‘nuestra madre’, diosa de la fertilidad entre los aztecas”.
José Revueltas escribió: “los indígenas se apropiaron del catolicismo de los conquistadores como un recurso para continuar la práctica impune de sus antiguos ritos”.
De manera que el  mito guadalupano entraña un paralelismo entre la Virgen María y la Tonantzin. Dicho de otro modo, la diosa azteca devino un avatar de la madre de Jesús. Evidentemente, tanto en Cuba como en México, hubo un transvase clandestino de dioses reprimidos.
Así que al ver aquí multiplicadas las “Manos de Orula”, empecé a preguntarme cuántos santeros y babalaos cubanos vivirían en México. En las dos últimas décadas, tanto la emigración cubana a este país como el flujo de turistas mexicanos hacia la isla, se han incrementado.
Si la presencia cubana en México se deja sentir con fuerza en la gastronomía, en la música, en las artes plásticas, en el ámbito académico y en la televisión... ¿por qué la esfera religiosa iba a ser la excepción?
Después de todo, esos dioses africanos siempre han estado emigrando camuflados. Primero fueron arrancados de Nigeria hace cuatro siglos y viajaron desterrados a las Antillas y a otros lugares del Nuevo Mundo a bordo de los barcos negreros. Llegaron en la mente, en la tradición oral, en los cantos y danzas de los esclavos.
A partir del triunfo de la revolución cubana, en la década del sesenta del siglo pasado, esos dioses se exiliaron en Estados Unidos y, últimamente, parecen haber echado raíces en México.
Si hace cincuenta años esos dioses africanos solamente eran conocidos en Cuba o en Brasil, ahora habitan lo mismo entre los rascacielos de Nueva York que en las playas de Miami, y, finalmente, también en México.
Para encontrar el centro de gravedad de la santería cubana en el DF basta ir al Mercado de Sonora. En medio de un laberinto de olores indescifrables -mezcla de las vaharadas de los puestos de comida con los sahumerios del incienso y del sándalo-, pronto descubrí las “botánicas”, donde venden los artículos y productos empleados en los ritos afrocubanos, desde hierbas mágicas hasta frascos de perfumes embrujados.
En uno de esos baratillos me esperaba una estatua de San Lázaro de tamaño natural, rodeada de frutas y ofrendas. Cerca había otra escultura de Changó empuñando su hacha de doble filo.
En las “botánicas” se amontonan yerbas, cortezas de árboles, palos de monte, raíces, semillas, lociones y esencias, talismanes,  amuletos, murciélagos disecados, cuarzos mágicos, libros esotéricos, velas perfumadas, litografías de santos e imágenes de yeso en un batiburrillo donde conviven deidades africanas con santos católicos, calaveras y hasta demonios con cuernos y rabos.
Entre tanta heterogeneidad, en ese reino del kitsch y del eclecticismo religioso, lo mismo podemos encontrar una imagen de Juan Diego con la Guadalupe que un Cristo Negro o litografías de Changó, Elegguá y Ochún...
En una de esas botánicas conocí a un santero cubano, quien me pidió que no le tomara fotos, ni a él, ni a sus orishas. Su santo se lo prohíbe, según me dijo.  Primero vivió en Miami, y luego se instaló definitivamente en México. En el segundo piso de su tienda, tiene el consultorio espiritual. Señoreando el altar hay un gran Elegguá -dios de los caminos- rodeado de cocos, tabacos apagados, juguetes, monedas, caramelos...
“Eche tres monedas dentro de esto -oí que le decía a una mexicana con un bebé en brazos mientras le entregaba un envoltorio-, y tírelas frente a la iglesia. Su niño se curará, que Dios lo bendiga”.
Aparte del consultorio y la herboristería, allí se realizan lecturas del Tarot, proporcionan energía para recién nacidos, se realizan limpias personales, de casas, de autos, de negocios, de oficinas... y se hacen trabajos de panteón, de Palo Mayombe...
En otras “botánicas” de este mercado alucinante se ofrecen cursos y conferencias sobre ángeles y arcángeles, se diserta acerca de recetas secretas, coronaciones y rapamientos, iniciaciones en la regla de Ochá. Algunos de estos santeros tienen programas de radio y páginas en Internet.
Es fácil medir el auge de la santería cubana en México: hace treinta años había un solo santero cubano en el Mercado de Sonora, hace veinte años ya eran cinco, y ahora hay más de cuarenta, y creo que me quedo corto.
Ese atractivo irresistible quizá se deba a que es una religión parecida a la de los antiguos griegos, una religión politeísta en la que los dioses son antropomórficos, experimentan pasiones humanas y son muy voluptuosos. No conocen el pecado original típico de la cultura judeocristiana. Esos dioses no sólo tienen relaciones amorosas entre sí, sino también con los seres humanos, pues no dudan en bajar a la tierra para codearse con los mortales. Lejos de ser deidades abstractas y remotas, están más humanizadas, son más terrenales. A todo eso hay que añadir el colorido de los collares, los altares, los atuendos, pues al pueblo mexicano le encanta la viveza cromática.
También hay que sumar las comilonas que tienen lugar durante las fiestas de la santería. El pueblo mexicano es insaciable: aquí los desayunos son interminables, la gente come a cualquier hora del día y de la noche, ya sea de pie en las aceras, o sentados debajo de un toldo casi en medio de la calle, incluso comen en los cementerios el Día de Muertos...
Gusta también nuestra santería porque es una religión popular. Es decir, se trata de una religión pobre, que carece de tradición escrita y tampoco tiene arquitectura. Al ser una religión hasta cierto punto derrotada en el proceso de conquista y colonización, seguramente los mexicanos experimentan una especie de solidaridad recordando a sus antiguos dioses.
Pero volvamos al Mercado de Sonora, donde también he visto algunas botánicas mexicanas. En esas herboristerías venden las hierbas usadas en el chamanismo, a veces mezcladas con componentes más bien propios de la santería cubana, por ejemplo, el coco, la mejorana, el mastuerzo, la cascarilla.
En otro baratillo de nuevo detecto cierto grado de mestizaje mitológico entre el chamanismo precortesiano y el sistema metafísico yoruba-cubano, porque allí cuelga un letrero que dice: “ofrecemos lectura de Okuele (modo de adivinación afrocubana-mexicana).”
La mescolanza es total: veo por aquí un letrero presentando al “brujo oaxaqueño más famoso del Mercado de Sonora”, y un poco más allá, otro rótulo que anuncia “amarres, desamarres, entierros, desentierros, rapamiento en palo mayombe”. Entonces descubrí otro cartel ofreciendo remedios “contra las brujerías”, y pensé que era una alusión directa a la santería cubana.
Entonces mis sospechas se materializaron, pues comprendí que, aparte de hibridación, también había una batalla secreta entre ambas formas de pensamiento mágico. Para confirmarlo, entré en una tienda en cuya fachada se leía: “Tonatiuh, la Casa de los Rituales”. Allí estaba Tonatiuh, que en náhuatl significa “sol”. De las paredes colgaban imágenes de divinidades aztecas, una reproducción de la Piedra del Sol, plumas, máscaras... Tonatiuh me enseñó sus lociones envasadas, elaboradas con yerbas.
“Aquí todo es natural -afirma-, también las veladoras, que vibran con la energía de los vegetales. Aquí nada es sintético, nada es de plástico. Aquí no hay nada de animales muertos, ni sangre, ni tierras de panteón. No usamos nada de eso”, subraya refiriéndose sarcásticamente a la santería. “Tampoco trabajamos de noche, la noche no es de Dios, lo que es de Dios se hace a la luz del sol, las veladoras se encienden solo de día. No bebemos yerbas en infusiones, las quemamos en veladoras mágicas. Yo hago un sincretismo entre la religión católica y la magia mexicana prehispánica, no soy exactamente un chamán, pero por aquí pasan muchos auténticos chamanes, que vienen de las Sierras, de Oaxaca, de Chiapas.”
Tras provocarlo con mis preguntas, por fin me dice: “En la santería hay muchos impostores, incluso hay santeros mexicanos que se hacen pasar por cubanos. Yo soy la plañidera de los desencantados de la santería. ¿Cómo pueden confundir al Niño de Atocha con Elegguá? -sonríe irónicamente-. ‘Quiero zafarme de esto’, me dicen los que han estado metidos en santería. Tienen miedo, y yo los aconsejo, los ayudo. La santería es ciento por ciento comercial -añade-, los turistas van a Cuba y pagan ya desde aquí para hacerse el santo allá, pagan los rituales de la iniciación, y todo eso va incluido en un paquete turístico”.
Obviamente, la santería en México tiene adeptos, pero no faltan sus detractores. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa al conocer ni más ni menos que a un santero mexicano que adora a Cuba, todo lo cubano suscita en él una felicidad inenarrable. “Soy hijo de Ochún y desde que me hice santero todo me va de maravilla. Soy transportista y en todos mis camiones tengo la imagen de la Caridad del Cobre”, agrega y se levanta la túnica blanca para mostrarme dos cicatrices en el pecho que demuestran que fue sometido al duro ritual de iniciación allá en La Habana. “Gracias a Ochún he conocido el amor, porque antes no tenía novia. Desde entonces, tengo amigos, tengo dinero en el trabajo, ahora tengo doce camiones, y antes de hacerme santero tenía sólo uno y yo era el chofer”.
La última vez que lo vi, estaba orgulloso de su trabajo espiritual: “Los católicos nos critican, porque sacrificamos unas palomas. Pero... ¿por qué lo hacemos? Paloma significa Espíritu Santo. En los laboratorios de las escuelas, los niños de doce años, abren las palomas, y luego las tiran. Pero eso nadie lo critica.  Sin embargo, nosotros lo hacemos para purificar el alma con la sangre de la paloma. Lo hacemos para limpiar, para ayudar a la gente, para quitar un poquito de las malas vibraciones que nos rodean. No somos una secta satánica”.
Hace diez años entrevisté al babalao cubano más famoso en México. Nelson Álvarez Freires también se llama Ogunda Bede, nombre que recibió cuando se consagró como sacerdote de Ifá. Me explicó que cuando triunfó la revolución, “el ateísmo y lo de afuera pudo más que lo de la familia y las costumbres, y me mantuve muchos años alejado de la religión. Mi mamá a veces me lo reprochaba, pero la vida política, profesional y social, me sacaba de la familia y de las costumbres. Y estaba más entregado a la revolución”.
Nelson estudió en la Unión Soviética, donde se graduó de técnico medio, luego estudió ingeniería en Cuba. Habla ruso, yoruba, francés y también portugués, pues participó en la Guerra de Angola. Luego estudió la carrera de periodismo, y llegó a ser subdirector de un periódico habanero así como dirigente sindical en el sector agrario y, además, militante del Partido Comunista.
“Todo eso fue entre el año 60 y el 90, y durante esos treinta años estuve alejado de los santos. Pero en el año 1995 me enamoré de una mexicana, me casé y vine para acá. Mi reencuentro con los santos se produjo llegando aquí, porque la lejanía y las dificultades que enfrenta un emigrante, me hicieron regresar a mis raíces.”
Nelson me invitó a entrar en su cuarto de consulta, cuyo altar está dedicado a Orula (San Francisco), que es el dios de la adivinación. “Hay muchísimos mexicanos que son babalaos, paleros, santeras y santeros... No tengo estadísticas, pero puedo decir que conozco como mínimo a cien santeros mexicanos de ambos sexos, y a treinta o cuarenta babalaos mexicanos. ¿Que por qué nuestra religión ha tenido tanta aceptación aquí? Porque el mexicano es muy creyente, y porque en la religión yoruba la gente se consagra y adquiere poderes; no es lo mismo ser chamán en un pueblo que ser padrino de cien personas, no es lo mismo ser ahijado que ser cliente.”
En cuanto a los detractores, me dijo: “Algunos nos dan mala imagen. Son gente que practica la santería solamente por razones económicas y no tienen suficiente preparación. Yo cobro lo que dice Orula, previa consulta, para que la gente sepa apreciar el servicio que se les presta, pero no vivo de esto, soy mercadólogo”.
A diez metros del altar de Nelson vi una computadora portátil con la pantalla llena de estadísticas de mercadotecnia, aunque también el disco duro contenía oráculos e información sobre la religión yoruba.
En Boca del Río (Veracruz) podemos ver ofrendas a Yemayá. En un río de Morelos hombres y mujeres vestidos de blanco reciben baños de Ochún con miel, coco, canela y ron. La santería cubana ha llegado tan lejos que incluso por televisión han anunciado una “Loción Orula”. Pero la computadora de Nelson fue para mí la mejor prueba de la internacionalización de la santería. Comprendí que los orishas se habían informatizado, que ya flotan en el ciberespacio, en un nuevo exilio trenzado de redes planetarias que los hace ser cada vez más ecuménicos.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 22 de febrero de 2012.
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CONVERSANDO CON DÁMASO ALONSO

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CONVERSANDO CON DÁMASO ALONSO
Por Manuel Pereira

Dámaso Alonso (foto: Manuel Pereira)

En junio de 1979 visité a Dámaso Alonso en su chalé de las afueras de Madrid. La mucama que me anunció en el recibidor desapareció con su cofia detrás de una cortina. Enseguida apareció Don Dámaso. Pequeño, inquieto, demasiado ágil para sus años, me estrechó la mano indicándome que lo siguiera hasta una espaciosa biblioteca.
El por entonces Presidente de la Real Academia de la Lengua Española era mucho más que eso. En él se resumía toda la gran poesía española. No solo fue el crítico de su generación, sino también el amigo de los Machado, Salinas, Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre. Nadie estudió tan profundamente la poesía clásica de España. Fue el exégeta por excelencia de Garcilaso, de Fray Luis de León, de Quevedo y, sobre todo, de Góngora, cuyo busto dominaba la biblioteca donde nos sentamos.
Don Dámaso Alonso disponía de una hora. Dentro de dos días recibiría el Premio Cervantes y aún no había terminado de redactar su discurso. Así es que no perdí ni un minuto. Empezamos hablando de Cuba. Me explicó que quería visitar la Isla, pero estaba muy atareado con los trabajos de la Academia.
¿Cómo se defiende nuestra lengua de las voces extranjeras, especialmente inglesas, que penetran junto con los adelantos tecnológicos?
Dámaso Alonso (DA): Yo no tengo enemistad ninguna a los extranjerismos con tal que sean absolutamente necesarios. En una ocasión estudié los extranjerismos del automóvil, y fue muy interesante descubrir que en Argentina usaban galicismos. ¿Sabe usted por qué? Porque allí los automóviles habían entrado desde Francia. Por ejemplo: volante es la adaptación de volant. En otras partes de América se le dice timón, que viene de un vocablo naval inglés… ¿Cómo le llaman ustedes en Cuba a la cremallera?
Zipper —dije y lo vi tomar nota.
DA: Pues ése es un evidente anglicismo, y es onomatopéyico, viene de la rapidez con que se cierra, del sonido que produce al cerrarse. En otros países hispanohablantes le llaman “relámpago” y, en otros, usan la palabra francesa éclair, que es la traducción de relámpago. Relámpago es una obvia metáfora de la prisa o velocidad. En cambio, zipper es onomatopeya física, lo que evidencia que en Cuba la cremallera entró desde Estados Unidos o desde Inglaterra…
Don Dámaso disfruta el laberinto de las etimologías. Sostiene en la mano su reloj pulsera, viste un traje gris impecable, tiene la voz cascada como si hubiera hablado durante siglos…
DA:¿Pero quiere que le diga más? Cremallera no es voz hispánica como piensan muchos. Es francesa, nos llegó desde Francia a nosotros… A propósito, usted lleva apellidos gallegos…
Le explico que soy hijo y nieto de gallegos y se le iluminan los intensos ojos azules.
DA: Yo me crié en Galicia —comenta eufórico—, me he dedicado a estudiar la lengua gallega, sobre todo el gallego hablado fuera de Galicia, en Asturias, por ejemplo, donde adquiere rasgos dialectales muy específicos…
¿Tuvo usted ocasión de escucharle a Federico García Lorca sus impresiones sobre su viaje a Cuba?
DA: No. Yo estuve con él en Estados Unidos casi un curso entero (1929-1930) cuando estaba escribiendo su Poeta en New York. Tiene usted que tener en cuenta que los años 31, 32 y 33 estuve estudiando en Oxford y luego en Alemania. De manera que después del Treinta mis encuentros con él fueron muy escasos, pues venía a España solo durante las vacaciones…
Don Dámaso, usted se ha dedicado a estudiar la obra de Góngora situándolo en su justa dimensión poética. ¿Piensa que las transformaciones que él inauguró en el lenguaje se mantienen o renacen hoy en la literatura de habla hispana?
DA: Lo que hay en el mundo todavía, y por mucho tiempo, es surrealismo. Pero Góngora no era un surrealista. A menudo parece establecerse esa confusión. Todo lo que escribía era lógico, sus conceptos se entienden perfectamente. Lo que pasa es que la complicación de las palabras puede hacer pensar otra cosa. El surrealismo, en cambio, es una especie de erosión del concepto.
Usted ha escrito que los instrumentos de la crítica literaria son siempre incapaces de descifrar lo que San Juan de la Cruz definía como “un no sé qué”, y que no es más que la poesía. Hoy, con los nuevos métodos de crítica literaria, ¿mantiene usted esa opinión?
DA: No creo en los nuevos métodos de crítica que se consideran capaces de descifrar el último misterio de la poesía. La crítica de corte científico puede contribuir al conocimiento. Pero yo afirmo que el estudio de la poesía —es decir, del arte verdadero— tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición.
Algunos detractores de Góngora dicen que su obra es tan oscura que usted tuvo que escribir una versión en prosa de sus Soledades para hacerlas inteligibles…
DA: En verdad Góngora resulta muy difícil de entender para el público moderno que no está tan metido en las historias mitológicas como lo estaba el lector del siglo XVII. En ese sentido, mi versión en prosa facilitó la propagación de Góngora.
De la actual narrativa latinoamericana, ¿qué es lo que más llama su atención?
DA: Es evidente que en la América hispanohablante ha habido una generación importante de novelistas, y siempre que me formulan esta pregunta empiezo por mencionar el nombre de Alejo Carpentier y luego el de otro cubano, José Lezama Lima, que se hizo grande en todo el mundo con su Paradiso; está Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Rulfo (se queda un rato pensando), pues esos son los nombres que me vienen ahora…
¿Trabaja actualmente en alguna obra literaria?
DA: Pues tengo un libro de poesías sin publicar. Estuve haciéndole modificaciones y ya saldrá este año. Se llama Gozos de la vista. Es un poema de exaltación del milagro de la vista humana, con una teoría de tipo científico por debajo que yo creo exacta…
¿Cuál es esa teoría?
DA: La no existencia de la luz. La luz no son más que vibraciones. Lo que transforma esas vibraciones en lo que llamamos luz es el ojo. Supongo —añade con una sonrisa irónica— que me lo negarán, pero ese es mi punto de partida…
Es curioso —comenté—, siempre he pensado que algo semejante ocurre con el color. Las cosas no tienen color. Ese cenicero de cristal rojo no es rojo. Es rojo porque su cristal absorbe todos los colores de la luz menos el rojo, que es rechazado y es el que llega a nuestra retina…
Don Dámaso observa el cenicero rojo que está entre nosotros, sobre una mesita de centro. Entonces se inclina hacia mí y con aire de picardía en el rostro, me susurra: “¿usted no será daltoniano, verdad?”
- Le aseguro que no —sonreí pensando que con esa muestra de sentido del humor la entrevista había terminado.
Pero pensé mal, Dámaso me mostró su biblioteca de diez anaqueles hasta el artesonado y con escalera rodante. Se interesó por el precio de los libros en Cuba: “he oído que allá las ediciones se agotan rápidamente, que la gente lee mucho”, -comentó.
Luego se excusó por lo breve del diálogo: “tengo que darle evasivas a las conferencias, a las entrevistas, a las reuniones, la Academia me lleva tiempo y todavía tengo mucho que leer… a mi edad, joven, ya no queda mucho tiempo…”
Descendimos juntos la escalera que conduce a la verja de la calle. Dámaso se detuvo en un descanso y me interrogó respondiéndose a sí mismo: “¿sabe usted cuántos años tengo?: pues tengo ochenta años”.
¡Ochenta años! Yo tenía treinta años y semejante cifra produjo una atmósfera de solemnidad que él mismo se encargó de disipar pasando a otro tema: “¿se va en taxi?”, preguntó. “¡Mire que Madrid está más cara que Nueva York!”
- Sí, me voy en taxi, Don Dámaso.
- ¡Ah!, entonces quiere decir que está bien de arjén—exclamó castellanizando la última palabra. Lo miro extrañado de que pronuncie con jota esa palabra francesa. En un rápido intercambio de miradas, Don Dámaso se da cuenta y me informa: “pronuncio arjén y no aryán, porque así lo escribía Garcilaso, que acabo de leerlo…”
Fue la última broma ingeniosa de Don Dámaso que me hizo recordar la famosa anécdota de Unamuno pronunciando “Chaquespeare” según la fonética castellana en la Universidad de Salamanca. No cabía duda: estaba frente a un estilo, una tradición y una sabiduría infinita.
Ya en la calle, mientras esperaba un taxi, descubrí a Don Dámaso a través de un ventanal consultando un libro a la luz de una lámpara. La escena, quizá a consecuencia del color de la pantalla de la lámpara, se me antojó sepia. Era sepia tirando a dorada. Sin daltonismo.
Un año más tarde volví a visitarlo, esta vez me acompañaba Luis Rogelio Nogueras (Wichy el Rojo). Por el camino, Wichy recitaba de memoria sus versos: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”.
Aquel hombre pequeño y jovial nos llevó a su biblioteca mientras tarareaba una enigmática tonada. La conversación giró inmediatamente en torno a los poetas cubanos que más apreciaba. Entre otros, mencionó a Nicolás Guillén. Después de dedicarme Hijos de la ira, extrajo de la estantería un ejemplar de Las soledades, de Góngora, publicado en La Habana.
“Quiero que me aclare un misterio”, dijo Dámaso poniendo un dedo en la portada: “Dígame, ¿quién es este señor Mincín? ¿Es un apellido ruso? ¿Acaso el nombre del editor?”.
Yo no pude menos que soltar la carcajada. En efecto, junto a los créditos aparecía la sigla MINCIN (Ministerio del Comercio Interior) encargado de comercializarlo todo en la Isla. Cuando se lo expliqué, replicó entre bromas y veras: “pues dígale al tal Mincín que todavía me debe los derechos de autor”.
Wichy y yo estábamos impresionados ante aquel caballero de la lingüística, erudito del hipérbaton, sobreviviente de la Generación del 27 y poeta mayor. Sabíamos que conversábamos con un clásico viviente, pero no podíamos dejar de reírnos con sus ocurrencias.
Lo más simpático ocurrió al final. “Pasan tan pocos cubanos por aquí, que quiero aprovechar vuestra visita para llenar algunas lagunas sobre Cuba”. Según comentó, estaba preparando un diccionario con las llamadas “malas palabras” en Latinoamérica. Ya tenía todos los países menos Cuba. Don Dámaso quería que desgranáramos en voz alta el inventario de la vasta sinonimia del órgano sexual masculino, desglosando además el repertorio por categorías: vegetal, animal, mineral, incluyendo nociones metafísicas.
“Díganme primero las variantes vegetales”, demandó al vernos vacilantes. Bajo la ceñuda mirada del busto de Góngora, yo me estremecí de pudor. Pero, ante su insistencia, empecé a deslizar algunas voces: “el nabo, la vianda…”
Wichy añadió entre dientes: “la yuca, el cuero, el pescado, la caña…”
- Muy bien, ahora las formas minerales —nos pidió mientras tomaba nota en la contracubierta de Los Lusiadas, de Luis de Camoens. Ansioso y divertido, parecía un niño descubriendo nuevas resonancias en viejas palabras. Wichy me miró consternado, más rojo de rubor de lo que ya era por su rubicundez.
Yo agregué: “la cabilla, la mandarria”.
Wichy se animó: “los timbales”, dijo, contribuyendo de paso con un breve comentario musical.
Lo más difícil fue explicarle conceptos abstractos como “mandado” y su pronunciación popular: “mandao”. El erudito siguió anotando hasta que nos pidió la forma más frecuente y vulgar en el argot callejero.
Me hice el bobo, aquello era demasiado fuerte, pero él me atajó persuasivo: “dígamela, no tenga usted vergüenza”. Mirando a hurtadillas hacia el busto de Góngora, mascullé: “bueno, maestro, la forma más usada es… es… la pinga”.
“¿Pingüe?”, exclamó pestañeando.
Wichy y yo nos desternillamos con aquel delicioso equívoco, y todavía estamos riéndonos: él allá arriba, yo acá abajo.
Ese fue el Dámaso nada acartonado que yo conocí. Nunca supe si aquel catálogo de palabrotas era un informe interno para la Academia o una investigación destinada a la imprenta. En cualquier caso, siempre me quedé con ganas de ver el resultado. Tal vez en alguno de los diez tomos publicados por Gredos figure ese glosario de exabruptos dentro de las Obras Completas de este español que quiso hacer con la lengua lo que Colón hizo con la geografía.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 13 de marzo del 2012.
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UN CINE PARA CORRER

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UN CINE PARA CORRER
Por Manuel Pereira
Los tres personajes que corren 9 minutos por el Louvre en Banda Aparte, de Jean-Luc Godard

Hacia el final de Ladrón de bicicletas el protagonista huye sobre ruedas de una multitud que lo persigue enfurecida. Con esa obra maestra del Neorrealismo Italiano -y en particular con esa escena-, Vittorio De Sica sembró la semilla de donde brotarían las ramificaciones de un frondoso árbol cinematográfico.
Milagro en Milán, de Vittorio De Sica
En otra película del mismo director, Milagro en Milán, reaparece el recurso de la fuga que simboliza la desesperación en la Europa de posguerra. También hacia el final de Milagro, los pobres huyen al cielo montados en escobas.
Esas huidas de De Sica -ora en bicicleta, ora en escobas voladoras-, tendrán una apasionante descendencia fílmica. El asunto de la evasión neorrealista repercutió en la Nouvelle vague creando una especie de genética del celuloide. En las películas francesas siempre hay alguien huyendo o corriendo.
Á bout de souffle (“Sin aliento”), de Jean-Luc Godard, termina con Jean-Paul Belmondo corriendo por una calle, herido en la espalda. Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, concluye con el largo plano secuencia del niño que escapa de un reformatorio para llegar corriendo a la playa donde por fin descubre el mar.
Los cuatrocientos golpes, de Truffaut
Ese mar metaforiza una gigantesca bolsa de líquido amniótico. El niño ha vuelto a la placenta de donde quisieron expulsarlo, pues poco antes le ha confesado a una psicóloga que su madre quiso abortarlo y él se enteró más tarde por su abuela.
El regreso al útero, el descubrimiento del mar, su mirada perdida y congelada en la pantalla, retratan al feto que ha recuperado la libertad de retornar a la muerte, de donde quizá nunca debió salir para llegar a la triste vida que le esperaba.
Jules et Jim, de Truffaut.
Truffaut describe así una suerte de fuga existencialista a la inversa, una evasión hacia atrás, que va de la vida a la muerte. En otra película suya, Jules et  Jim, de nuevo tenemos una carrera cuando los tres amigos trotan en un puente.
En Banda aparte, de Godard, otros tres personajes corren nueve minutos por el Louvre. Esa carrera tan “museable” llegó a ser tan mítica que 40 años después Bertolucci le rindió homenaje en The dreamers (Los soñadores).
La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson.
En el Free cinema -movimiento deudor de la Nouvelle vague- tenemos más correteos. Basta citar La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson, quien sin duda se inspiró en Los cuatrocientos golpes, pues su filme también transcurre en un reformatorio y su protagonista emprende una carrera al final.
En otra película inglesa, El Señor de las Moscas, de Peter Brook, el desenlace consiste en otro niño corriendo. De nuevo, el contexto es el mar.
Desesperado, huyendo de una tribu de menores asilvestrados que quieren matarlo, el niño corre tropezando y arrastrándose por la orilla de la playa hasta toparse con unos zapatos blancos. La cámara sube lentamente por los calcetines blancos, las piernas, las rodillas hasta llegar al short blanco de un adulto que será su salvación. Esa minuciosa blancura en la vestimenta es contextualmente trascendental. Significa que a la isla salvaje han llegado la autoridad y la urbanidad.
Aquí el mar -a diferencia de Truffaut- adquiere otra significación. Representa la liberación, la fuga de la barbarie hacia la civilización, ya que los marineros recién desembarcados pondrán orden en el caos de una rupestre dictadura militar.
La carrera -por lo general al final y casi siempre desesperada- se convirtió en la principal seña de identidad del cine vanguardista europeo de aquellos tiempos.
¿Por qué todos corrían en aquellos años cincuenta y sesenta, tanto en Italia como en Francia y en Inglaterra?
Creo que la culpa es del Ladrón de bicicletas en su escapada final. Estos atavismos cinematográficos remiten a aquella escena de 1948. De aquella secuencia seminal salieron todas las demás estampidas.
El cine cubano -heredero directo del Neorrealismo Italiano- no podía escapar a esas influencias. El tercer cuento de Lucia, (Humberto Solás, 1968) termina con una carrera filmada en unas salinas. Adela Legra huye de su marido interpretado por Adolfo Llauradó.
¡Esa carrera cubana en la salina es una salación!
Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea.
Otra larga y multitudinaria carrera cubana fue profetizada en Memorias del Subdesarrollo, deTomás Gutiérrez Alea, cuando el protagonista (Sergio Corrieri) contempla La Habana con un telescopio desde su apartamento. De pronto, su mirada se detiene en una valla con la frase del Che Guevara: “Esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar”. A lo cual, Sergio agrega zumbón: “Como mis padres,  como Laura, y no se detendrán hasta llegar a Miami”.
En efecto, es como si alguien hubiera gritado: “¡la peste el último!”

(*) Publicado en Cubaencuentro el 28 marzo 2012.
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INVITACIÓN PRESENTACIÓN MATAPERROS

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"MATAPERROS", UNA CONVERSACIÓN CON MANUEL PEREIRA

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MATAPERROS
UNA CONVERSACIÓN CON 
MANUEL PEREIRA
Carlos Olivares Baró entrevistando a Manuel Pereira.

Manuel Leonel Pereira Quinteiro (La Habana, 1948) es un viajero literario incansable. Peregrinación que asume en los riesgos de una escritura que se abalanza sobre las rendijas de la reminiscencia para entregarnos un cosmos desbordado de insólitas trasnominaciones iconográficas. El Comandante Veneno (1977),exploración por la aventura de la campaña de alfabetización en la Sierra Maestra de Cuba, 1961 (“Esta es la novela que me hubiera gustado escribir sobre Cuba”, dijo sobre ella Gabriel García Márquez); El Ruso (1980), ronda, revisión política, que se convierte en una suerte de indagación de los entusiasmos juveniles que despertó la revolución de Fidel Castro; Toilette (1993), periplo,marcha alucinada y extravagante en busca de un retrete que se vislumbra en El Jardín de las delicias de El Bosco; Insolación (2006), itinerario de la tragedia cotidiana—desvalorización humana ymoral de la Cuba castrista— que desemboca en el periodo especial desde la mirada del joven Joaquín Iznaga que se niega a aceptar una beca del Comandante. Cuatro novelas de pujas autobiográficas que son viaticu, camino, andanzas: testimonio de las mutaciones y acosos padecidos por varias generaciones de cubanos.
Pereira es un novelista de casta. Desde los años 70 se empeñó en un proyecto narrativo de absoluto rigor. Nunca olvido sus premuras y afanes, su disciplina. “La literatura es un destino, una encrucijada, un derrotero. Aquí te entrego El Ruso, pero esto no termina. Ya tengo la que sigue, El 231, en la que trataré el tema del servicio militar y así completar una tetralogía que cuenta hasta cierto punto, mi formación, un poco de mi vida, mis avatares…”, me dijo enconversación que mantuvimos mientras caminábamos por San Juan de Dios, La Habana Vieja, hace muchos años.
Un viejo viaje (Textofilia Ediciones, México, 2010) —muy bien acogida por los lectores y la crítica en México (“Esta novela recoloca a Pereira en donde siempre debió estar: en la vanguardia de la literatura latinoamericana contemporánea”, Eliseo Alberto)—, aborda las encrucijadasdel alucinado protagonista de Toilette, el pintor Lucio Gaitán, quien reaparece “extraviado entre la selva y el zoológico”, en el vestíbulo del aeropuerto de Barajas: “bolsa salchicha en bandolera y dos maletas abultadas como cadáveres inflados de fuegos fatuos”. Después de transitar por comarcas demoníacas y placenteras —y en fuga fantasmagórica: entradas y salidas del tríptico de El Bosco—, Lucio Gaitán se enfrenta a la disyuntiva de “si debía o no subir el avión de regreso a La Habana”.
“Pertenezco a una generación muy acusada. Me interesa el carácter, la sicología de esa generación… la fase utopista, sueño e idealismo, Unión Soviética y periodo especial: el proceso cubano es mi tema; siempre estoy escribiendo sobre eso”, ha dicho muchas veces el autor de Biografía de un desayuno (2008).
Acaba de aparecer en México la segunda edición de su libro Mataperros (Textofilia, 2012), cuentario galardonado en 2006 con el Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, España. Lo busqué en las rutas del Instituto Cultural Helénico de la capital mexicana —donde se desempeña como Director de Difusión Cultural y Relaciones Públicas— y la Universidad Iberoamericana, lugar en el que imparte clases de historia del arte y literatura. Siempre posponíamos la entrevista por sus tareas de funcionario o por faenas docentes impostergables. Una tarde lo encontré en la librería Bella Época del Fondo de Cultura Económica del D.F., hablando de mitología y cine, dos pasiones que también cultiva con desvelo: François Truffaut, Alain Resnais, Godard, Chabrol, Glauber Rocha, el neorrealismo italiano, Bergman, Fellini y Buñuel se empalmaban con pasajes de Proserpina, las Moiras, Narciso, Sísifo, las Gorgonas y Hades. Pongo a disposición de los lectores de CUBAENCUENTRO la conversación que, al fin, pude sostener con él.
Veo en Mataperros visos enmascarados de novela en la modulación del narrador en tercera persona (estilo indirecto flaubertiano), en la confluencia de los personajes, en los escenarios concurrentes, en la intermitencia temática… El lector cierra la última página con las huellas que impregna una novela, no un libro de cuentos. Coméntame esa duplicidadgenérica presente en este libro.
Manuel Pereira (MP): Ya desde La Celestina los géneros se están mezclando. La técnica inventada por el gran Flaubert me permite una gran libertad, casi jazzística, para ir combinando, improvisando y creando lo que llamas “duplicidad genérica”. Por otra parte, estos cuentos se desprendieron de una larga novela titulada Insolación. A medida que yo la trabajaba, iba quitando lo que consideraba accesorio. Más tarde, revisé ese material sobrante, y ya lo iba a desechar cuando, de pronto, descubrí que aquí y allá fulguraban en bruto algunas perlas narrativas. Las retoqué y con ellas engarcé los abalorios de Mataperros. Estos cuentos son como diminutos planetas que giran alrededor de ese inmenso sol que es Insolación. Por eso tu olfato literario te dice que en este libro hay una “novela enmascarada”.
El voceo relator recurre a la gradación de la crónica y a las especulaciones del ensayo. Estamos en presencia de un texto que rompe contantemente con los cánones: suerte de collage, presentación de un cosmos que es índice iconográfico de La Habana pre castrista y, asimismo, de los primeros años de la Revolución del 59. Explícame esa concepción del manejo del tempo, develada en el ánimo del relator. (No tienen las mismas inflexiones el habla elocutiva de las narraciones de antes del 59 que las historias que ocurren en los primeros años de la Revolución.)
MP: Ese cambio de tono se debe a la drástica transformación experimentada por el país después de 1959. La mirada del narrador-cronista se vuelve más crítica a partir de esa fecha, mientras que antes del 59, la dicha y el candor infantil todavía impregnaban su voz. Mataperros es un díptico que funciona como una doble bisagra, ya que la acción transcurre en dos momentos de transición. Por un lado, asistimos al tránsito de la niñez a la adolescencia y, por otro, presenciamos el final de la dictadura de Batista y el inicio de la castrista.
Folios marcados por la nostalgia. Narrador omnisciente: testigo que pondera los gestos y desconciertos de Joaquín Iznaga frente a su padre, Coliseo, fotógrafo-camarero. Fábula que subraya algunos elementos de la novela de formación sentimental desde apuntes de las antagonías ideológicas que se producirán en el seno de la familia cubana en los 60, retratadas en las peleas de Coliseo y Numancia (madre de Joaquín). Podría abundar un poco sobre esa problemática presente en la familia cubana.
MP: Desgraciadamente ese agón en la familia cubana no ha terminado. Lo peor que nos ha sucedido en los últimos cincuenta años ha sido la división o la separación familiar. Todo lo demás se podrá arreglar más tarde o más temprano, pero la tragedia familiar, ya no tiene remedio. Todas esas tumbas alejadas en las dos orillas del estrecho de la Florida, el cementerio marino que se extiende entre Cayo Hueso y Cuba… es algo irreparable. Todos esos muertos separados, que quisieran reposar juntos en la misma tierra que los vio nacer, tienen la metempsicosis trastornada. A veces imagino un futuro tráfago de huesos en barcos y aviones hacia Cuba. Con todas las lágrimas derramadas por los cubanos durante medio siglo podría fabricarse un océano tan abrumador que si hubiera un tsunami no quedaría nada vivo en la faz de la Tierra.
Recreación del habla habanera: “perforo cortante”, “guapería”, “fajazones”, “bayúes”, “estrallón”, “chivichana”, “cabillazo”, “jabao”, “garnatones”, “bayoya”, “postilla”, “sopapos”, “matahambres”, “bemba” “guillados”, “tropelaje”, “voysinfreno”, “guagüita”, “bulla”, “pingúo”, “mandangas”, “guayabito”, “vitrola”, “tizón”, “macao”, “galleguismo”, “azuquita”, “entalcados”…: erizado inventario de términos, idiolecto muy exclusivo. ¿El habla como consonancia y urdimbre (maniobra) para hacer literatura?
MP: A pesar de haber vivido tanto tiempo en Francia, en España y ahora en México, mi lenguaje sigue siendo ciento por ciento habanero. La lengua es nuestro pneuma, un arcano que se adquiere o se desarrolla en la niñez. Dado que los protagonistas de este libro son niños, lógicamente ese tesoro lexical que enumeras recorre como un soplo de susurros estas páginas.
¿Mataperros o el preludio, la proporción futura de El comandante veneno (1977), El Ruso (1980), Toilette (1993), Insolación (2006)…?
MP: A medida que mi obra evoluciona percibo, cada vez con mayor claridad, que estoy levantando —ladrillo tras ladrillo— un único edificio narrativo, una catedral de la memoria habitada por tres personajes recurrentes: Joaquín, Lucio y Leonel.
Creo que si hacemos una ordenación de tu obra, Mataperros sería tu primer libro, a pesar de haberse publicado en 2006 a raíz del Premio en Cádiz ese año. ¿Mataperros estaba en tu cabeza antes de El Comandante Veneno o fue forjado después de tus novelas?
MP: En mi cabeza lo primero que surgió en 1972 fue El comandante Veneno, una narración que salió casi entera de mi “Diario de Campaña de Alfabetizador”, un cuaderno que siempre me acompaña y que consta de 98 páginas escritas a lápiz por mí a los doce años. Ese Diario contiene en potencia todo mi quehacer literario, no solo lo hasta ahora publicado, sino también lo que me falta por escribir. A partir de esos garabatos infantiles mi obra se ha ido expandiendo en una especie de Big Bang… 
Hay una viñeta, “Azogados” —me parece uno de los momentos más hermosos del libro— de corte totalmente borgesiano y ciertos guiños con Felisberto Hernández. Un pequeño poema en prosa: suerte de pausa íntima del personaje central de estos capítulos (cuentos) de una novela triste y alborozada. ¿Contrapunto en las aristas estructurales de una pieza de jazz en tiempo de bebop?
MP: Me alegra mucho que hayas captado la secreta estructura musical de este libro. Por si fuera poco, también descubriste el cuento clave de esta colección de relatos. “Azogados” es el punto matemático cero, es esa singularidad que desencadena el Big Bang. Paradójicamente ese cuento fue escrito mucho después de mis primeras ficciones publicadas, lo cual no tiene mayor importancia, porque en esta poética cuántica el orden de los factores no altera el producto y la flecha del tiempo puede volar al revés, o quedarse detenida en el aire, como en una aporía eleática.
Narrador de voz múltiple que hace las crónicas de las “Espaldas entalcadas”, “Perforo cortante”, “Crónica roja” o “Despaisajado”… ¿Recreación estilística del Manuel Pereira de Cró-nicas (1981)?
MP: No había reparado en esa correspondencia con Cró-Nicas. Me dejas pensando. Aquel fue un libro escrito de prisa, en tono de crónica o reportaje. Lo que pasa es que con tanta censura en la prensa, algunos hacíamos un periodismo poético. En efecto, puede que los cuentos de Mataperros transmitan algo de esa urgencia casi telegráfica, aunque destilados en un registro más literario, alejados de la efímera inmediatez que impone el oficio informativo.
Guillermo Cabrera Infante hizo la crónica de La Habana: bolero, pachanga, luces, cabaret, salas de cine, las guaguas, padre, lentejuelas, soliloquio, el parque central, santería, solares, el mundo de los músicos populares, perorata de la gente común… Tú, sin embargo, has realizado el itinerario, el memorándum, de un microcosmos impar en el que un grupo de muchachos actúa y testifica fajazones, burlas, improntas revolucionarias, aparición de barbudos, toques de tambores, formación de milicianos, jolgorio y carnaval. Veo ciertas trasnominaciones en los ecos de Mataperros con Tres triste tigres y La Habana para un infante difunto. ¿Qué piensas de mi lectura, estás de acuerdo?
MP: La novela de Cabrera Infante que más me impactó fue La Habana para un infante difunto, principalmentepor sus recreaciones de los solares de un barrio colindante con el mío. Entre él y yo había una diferencia generacional de veinte años, por eso no conocí mucho el mundo nocturno descrito en TTT, si acaso asistí a sus últimos coletazos. Sin embargo, es posible que existan esos ecos que tú barruntas. Los caminos de la genética literaria son inescrutables.
Niños bitongos, niños góticos y mataperros… Blanquitos y negritos. Pandilleros y matarifes. Tierno/práctico (Coliseo); gallega/gótica/sorda/costurera/tierna (Numancia); guapetón/protector (El Chama); pícaros/vividores… ¿Disección metafórica del entramado social de la Cuba Republicana?
MP: Por supuesto, todo ese desfile de personajes constituye una biopsia del tejido social y económico de La Habana de aquel tiempo. Creo que ese mismo tejido ya está reapareciendo en estos momentos y se impondrá en los próximos cinco años con la fuerza impetuosa de un atavismo.
¿No te parece que el último relato, “No todo lo que brilla es oro”, sobra?
MP: Tienes razón.Ese relato no figuraba en la versión original (edición española) de este libro, pero a mi editor mexicano le gustó mucho y me pidió incluirlo, a guisa de coda, en un contexto epocal algo posterior. Decidí complacerlo.
Ironía, añoranza, procacidad, venturas y ensueños infantiles en una novela embozada como cuentario, que mucho le debe a la picaresca española (El Buscón,Lazarillo,Guzman de Alfarache…). ¿En la narrativa cubana contemporánea están ausentes esos tonos? ¿Qué piensas al respecto?
MP: No conozco suficientemente a fondo la narrativa cubana actual como para expresar una opinión seria. Pero me parece que siendo Cuba tan hija de España (para bien y para mal), la picaresca es una herencia inevitable. Durante las etapas del Realismo Socialista (o literatura “comprometida”) que padecimos en las décadas 70-80, la picaresca casi desapareció en las letras cubanas. Se pusieron de moda las novelas con temas fabriles de corte más o menos soviético, libros dedicados a la Zafra de los Diez Millones, novelas policíacas o de espías… En El comandante Veneno yo intenté revivir la picaresca a través del tratamiento desenfadado e irreverente del asunto y de los personajes, razón por la cual me busqué más de un problema con altos oficiales del ejército y con funcionarios del Instituto Cubano del Libro. Muchos ignoran que a esa novela le arrebataron un premio, fue acusada públicamente de “pornográfica” y estuvo tres años y medio engavetada en una oficina del MINFAR.
La escritura como obsesión, destino, acabamiento, azar recurrente. ¿Qué proyecto tiene en la cabeza el incansable Manuel Pereira?
MP: Hace una semana terminé un libro de ensayos que espero publicar este año. El ensayo es un género que cada día me interesa más, porque moviliza ideas obligando al lector a pensar, a ser más inteligente, que es lo que hace falta en esta época de tanta indigencia intelectual. Por lo demás, hace tres días retomé una novela en barbecho —llevaba dos años estancada— y ahora avanza viento en popa.
Comenzamos a las 6 de la tarde y terminamos a las 10 de la noche. Una luna redonda, inmensa —ojo de azogue en el cielo—, se entrometió en la charla: salimos a mirarla. Pereira seguía hablando: desbocado, temperamental, labia febril arrolladora… Me dedicó Mataperros y me dijo: “Si te vas a referir a la foto de portada, te informo que la tiró mi padre en 1957 en el litoral rocoso del malecón habanero. Aparezco yo —tercero al frente, sacando pecho y enseñando costillas— con mis amigos mataperros bañándome en una poceta”.


(*) Publicado en el diario digital Cubaencuentro el 1 de junio del 2012. 
Publicada también en la revista SIEMPRE del 17 de junio del 2012

MATAPERROS

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MATAPERROS

 

UN LIBRO ESCRITO DESDE LA MEMORIA
EL UNIVERSAL
Alida Piñon
Ciudad de México / 27 Junio 2012 
 
Un día de 1957, el padre de Manuel Pereira tomó una foto de la “pandilla” de su hijo, unos chicos a los que se les conocía como “mataperros”, por su bajo nivel económico, eran los pobres de La Habana. Manuel Pereira describe en este libro la infancia que vio nacer la revolución.

Manuel Pereira con el libro Mataperros (Textofilia, 2012).
En la punta del malecón habanero, frente al Castillo del Morro, hay una zona en la que se podía cruzar al otro lado y jugar entre las rocas. El lugar era hostil, las piedras afiladas eran conocidas como “dientes de perros” porque cortaban como navajas. Ahí era el centro de reunión de muchos niños y jóvenes, quienes se escapaban de la escuela para poder ir a divertirse y a desafiar a la agresiva dentadura.

Un día de 1957, el padre de Manuel Pereira tomó una foto de la “pandilla” de su hijo, unos chicos a los que se les conocía como “mataperros”, por su bajo nivel económico, eran los pobres de La Habana.

Han pasado más de 50 años de aquellos días y Manuel sólo recuerda a algunos de ellos e ignora qué fue de aquellos “mataperros” que estaban por vivir el triunfo de la Revolución Cubana, “el huracán que dispersó a mucha gente, mandándolos desde Miami al fin del mundo”.

Pereira, novelista y ensayista, discípulo de José Lezama Lima y Alejo Carpentier, después de publicar Un viejo viaje, en el que narra la vida de un joven que logra salir de Cuba representando a su país y choca con las realidades que están fuera de la isla, ahora entrega Mataperros (Textofilia, 2012), una novela escrita desde la memoria que da cuenta de cómo se difuminó una de las muchas bandas de “niños callejeros” de la capital isleña.

La memoria como fuente

La memoria, dice Pereira, es la fuente principal de su materia prima literataria.

“En Mataperros están los que pasábamos hambre a finales de los años 50 y principios de los 60. Fue doloroso escribir sobre esos recuerdos, porque es como trabajar con fósiles, todo está muerto, y, en ese sentido, también soy un novelista arqueológico, un rastreador de viejos cadáveres. Mis libros son de la memoria fosilizada, un libro como éste se escribe con el corazón herido”, dice.

Pereira explica que en su niñez se usaban expresiones como “mataperros”, “bitongos” (los niños de una clase más favorecida) y “góticos” (los ricos del barrio), que definían a las clases sociales que existían en una misma calle, hoy ignora si se siguen usando, pero al rescatarlas, la novela se vuelve una bisagra entre el pasado y el presente.

“En mi novela están los últimos años de Batista y los primeros de Fidel Castro, la bisagra de la historia de Cuba, un momento muy importante para entender todas las cosas que vinieron después”.

Actualmente, añade, podría haber hasta cuatro clases sociales. “De alguna manera volvieron los mecanismos capitalistas que fueron abolidos en 1961, de formas muy tímidas, pero si hay gente que ya tiene su pequeño paladar (fonda), pues podemos pensar que ellos viven mejor que el albañi, es inevitable, es una ley física”.

Pereira, quien radica en México desde 2004 y es catedrático de la Universidad Iberoamericana, se distanció de Cuba cuando el gobierno de Fidel Castro mandó fusilar a cuatro militares, uno de ellos héroe de la República: Arnaldo Ochoa; cuenta también que en el libro hay un drama familiar, la historia de sus padres.

“En el 59 todos amaban a Fidel, menos Batista, pero en el 61 mi mamá empezó a rechazar a Fidel porque su hermano más querido se fue de Cuba. Ahí empezaron los líos, porque mi papá sí lo seguía; yo crecí en medio de esa batalla campal que me ayudó a mi formación intelectual posterior”.

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LO QUE SE ROBARON LOS REYES MAGOS
ANIMAL POLITICO
Moisés Castillo
Ciudad de México / 9 Junio 2012

El pequeño Manuel Pereira se encontraba inexplicablemente en la librería “La Moderna Poesía”, la más importante de La Habana y donde solía verse a Ernest Hemingway en un bar cercano “El Floridita”. Era raro porque visitaba con sus amigos, los “mataperros”, lugares donde había comida, juguetes o lápices “Mirado”. Poco a poco se fue adentrando a un laberinto de libros y se sintió solo. Nunca había percibido tanto silencio en su corta vida. De repente, sus ojos casi negros miraron un libro muy bonito de pasta verde. En la portada se asomaba un niño saltando de un edificio en llamas y leyó: “Aventuras de un niño irlandés”, de Julio Verne.
Le llamó tanto la atención que, sin pensarlo demasiado, cogió el libro y rápidamente lo guardó debajo de su camisa de colegial. Salió como si nada del lugar. Su compañerito estaba en la tienda de enfrente, “La Rusquella”, intentando robarse un par de zapatos cafés. De la nada se escucharon unos gritos ensordecedores: “¡Atájalo, atájalo!”.
El librero había visto a Manolito cómo se metía ese ejemplar a la altura del estómago. Al oír ese vozarrón, el mozalbete de 10 años corrió con todas sus fuerzas sobre la calle Obispo, esquivó y saltó como loco varios autos. Su corazón casi explota por el gran esfuerzo de sus piernas flacas. Un tipo se le atravesó por el camino y mordió el suelo. Lo atraparon. Fue llevado a empujones a la estación de la policía. La gente indignada miraba a ese mocoso y movía la cabeza en señal de desaprobación.
Al ingresar al centro policíaco, un uniformado reconoció al pequeño y sabía que su padre trabajaba como mesero en el bar “Palacio”. Fue de inmediato a buscar a don Coliseo. Mientras tanto, el dueño de la librería miraba con tanto odio al menor de edad que se le enrojeció el rostro. Por fin llegó don Coliseo con su clásico delantal. “¡Ay, Dios!”, dijo en silencio Manolito rodeado de varios policías imponentes y con fama de dar golpizas, matar y torturar. Era la policía del dictador Fulgencio Batista. Nada más, nada menos.
El mesero de lentes de pasta tomó una silla y se subió. Como era sindicalista y le gustaba dar discursos aprovechó el momento: “Como dijo José Martí, robar un libro no es robar, porque hay que ser culto para ser libres”. Y todos los agentes aplaudieron con entusiasmo ante el desconcierto del librero. Al final soltaron al chico “mataperro” y don Coliseo pagó el libro del tal Julio Verne. Así comenzó la pasión por la literatura del escritor cubano Manuel Pereira.
Ese tipo de historias divertidas y sorprendentes se pueden leer en su libro reeditado de cuentos Mataperros (Textofilia 2012), que fue galardonado en 2006 con el Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, España.

Los 27 cuentos “autobiográficos” de la infancia de Manuel en la Habana Vieja son una especie de “memoria ficcionada”, recuerdos de los últimos años del régimen de Batista y los tres primeros años del triunfo de la Revolución Cubana que encabezó Fidel Castro, el “Che” Guevara y Camilo Cienfuegos.
Las aventuras de Joaquín Iznaga y su pandilla juvenil “Mataperros” demuestran que la realidad de la ficción suele ser más perdurable: agua vuelve el espejo. La pluma precisa del experimentado escritor rejuvenece y nos traslada a la Loma del Ángel, el barrio que se alza frente a la bahía, donde el hampa y la prostitución florecieron.
El vecindario se dividía en tres clases sociales: en la cuadra de abajo vivían los
“mataperros” hacinados en cuartuchos. En la del medio se encontraban los “bitongos”, mientras que en la parte superior de la loma habitaban los niños ricos: los “góticos”. La Loma del Ángel era una pequeña muestra del tejido social de Cuba hasta que llegaron los “Barbudos” o los “Reyes Magos” en enero de 1959. Todo cambió: Melchor, Gaspar y Baltazar se robaron la diversión. Desapareció toda la alegría de los niños, la infancia se militarizó. En ese ambiente violento creció Manuel Pereira.
En el cuento “Una bronca por un peso” –quizás el más divertido- don Coliseo busca por todos lo medios que su hijo no se convierta en un “niño gótico” y trata de alejarlo de las influencias de su esposa gallega Numancia, que era “gótica” por naturaleza.

Don Coliseo sabía que la única forma de que Joaquín sobreviviera a las bandas peligrosas que controlaban las calles era enseñarlo a pelear. Así que un día cualquiera le propuso: “¿Ves a aquel negrito que está parado en la esquina? Te doy un peso si te fajas con él”. ¡Su padre nunca le había dado un peso! Un peso equivalía a veinte Coca-Colas… Como no aceptó, don Coliseo se acercó con el negrito “El Churri” y le hizo la misma oferta. Sin pensarlo, agarró la moneda y se lanzó contra Joaquín, que irremediablemente tuvo que contestar a los “trompones”.
“Mi papá lo hizo porque quería que aprendiera a pelear. Sabía que en ese barrio había que tener capacidad de defensa. Era un barrio portuario que implicaba marinería, prostitución, bares y delincuencia. Esa es la condición de los puertos y genera una atmósfera de violencia que impregna a la juventud. La estás respirando desde que naces”.
-El escritor Guillermo Espinosa Estrada dice que idealizamos nuestra infancia para sobrellevar el presente infernal, ¿cómo fue el proceso de escribir estos “cuentos autobiográficos”?
Es un libro de cuentos sobre una pandilla de muchachos. Todos queríamos ser boxeadores, Tarzán, Superman, estábamos locos y vivíamos un ambiente de violencia tremenda: cadenas, palos con clavos, armamento medieval, púas, nos tirábamos piedras, rompíamos vidrios, robábamos todo lo que podíamos como chocolates, lápices y sacapuntas. Eso éramos, niños traviesos y alegres y muy locos. Siempre estábamos en el Malecón nadando. El Malecón es una zona rocosa, y nadábamos en unas pocetas. Era un lugar fabuloso para pasar el día. Casi no íbamos al colegio, nos fugábamos. Era más atractivo estar ahí o ir al barrio de las prostitutas, no podíamos hacer nada porque éramos niños, pero por lo menos las veíamos. Esa era la infancia y todo eso desaparece cuando triunfa la revolución en 1959. Llegan los “Barbudos” o los “Reyes magos”. Todo cambia en ese momento para bien y para mal. En el libro tenía un interés de destacar eso, de matizar. Todo lo que hizo la revolución no está mal, hay cosas que están bien.
-Sin embargo, el sabor que queda al terminar “Mataperros” es  que la Revolución Cubana se robó la diversión…
Hay una especie de frustración, pero por otro lado desaparecen las bandas rivales, porque había pandillas muy peligrosas en los barrios. Había calles que no podía cruzar porque me lanzarían unas bofetadas y me iban a dejar muy mal parado, eso desapareció. Son las cosas buenas. Pero se esfuma toda la alegría de la infancia. Lo que hace la revolución es militarizar a los jóvenes y a los niños. ¿Cómo? A través de programas sociales y campañas de justicia social como las alfabetizaciones. También hay que cosechar el café y la caña de azúcar. Los americanos nos quieren invadir, pues cursos de artillería. Todo eso produce una atmósfera de militarización y esos jóvenes desaparecen, yo también. Esas fotos se desintegran. Es un momento de la vida congelado en el tiempo. Yo quiero que sea un libro bisagra entre los últimos años de Batista y los primeros de Castro.
-¿Cómo fue la desaparición abrupta de clases? Porque ya no hay “góticos”, “bitongos” o “mataperros”…
Todo se uniformiza a la baja. Casi todos somos “mataperros”, todos somos pobres. Ese es el problema del igualitarismo comunista, nunca te aclara que tipo de igualdad va establecer. Por eso hay que ser muy exigentes con los políticos cuando empiezan a hacer sus promesas. Si la igualdad va a ser la pobreza, no me interesa. Es un mal negocio. Es cambiar “la vaca por la chiva” como decimos en Cuba. En el capitalismo, por lo menos los pobres, tienen la posibilidad o ilusión de tener un ascenso social, ya sea a través de la lotería o robando, tienen una ilusión. Pero en el comunismo planificado esa ilusión desaparece y sabes que vas a ser eternamente pobre, eso es horrible. Quitarle al ser humano la ilusión, el capricho. En Cuba no hay hambre, en Cuba lo que no hay son caprichos. La crisis es de caprichos. Todo mundo come una cantidad de proteínas al día que permite que esté viva, no hay cadáveres en las calles como en Nueva Delhi. Hay una crisis de caprichos: si tú quieres comer un filete de cerdo en lunes, pues no puede ser porque resulta que el racionamiento que te toca es un huevo. Tú no tienes derecho de ejercer el capricho. Eso lo puede hacer un pobre aquí en México. Eso desaparece en el comunismo y es gravísimo. Porque al desaparecer el derecho al capricho está desapareciendo la diversidad y eso tiene un reflejo en otros aspectos políticos, culturales, intelectuales. Es espantoso.

-¿Su infancia fue feliz o infeliz?
Es muy difícil saberlo. Es difícil tener una opinión total hacia una dirección: feliz o infeliz. No sé, tuve días infelices y otros felices. Fue una infancia dichosa porque tenía el amor de mis padres. Eso me hacía distinto de esos muchachos porque ellos no sabían ni siquiera quiénes eran sus padres. Eso es terrible, no saber quién es tu papá y tu mamá. Eso es espantoso mi amigo, el punto de vista síquico es tremendo. Yo sí sabía quiénes eran. La fotografía de la portada del libro la tomó mi papá, por ejemplo. Estaba con los “Mataperros”, pero siempre sentía la presencia de tres adultos que eran mi papá, mi mamá y mi abuela. Y eso me daba fortaleza.
-El cuento “Macao” es una grata sorpresa: pasó de ser jefe de la pandilla del Barrio de Colón a estudiante de pintura en la Academia de Bellas Artes…
Eso fue bueno. Trato de ser justo porque hay muchos cubanos llenos de dolor y amargura. Yo los entiendo, sobre todo los que están en Miami que son viejos como yo. Porque les fusilaron a algún familiar, estuvo preso el hijo por 20 años, les quitaron un negocio. A mí no me quitaron nada y por eso no tengo esa amargura, pero entiendo que otros la tengan. Por eso soy capaz de darme cuenta de que pasaron cosas buenas también. Hubo cosas positivas: un negrito delincuente quiere ser de pronto artista y tiene acceso a una escuela de arte, esa es una bondad de la revolución. Trato de ser equilibrado. Yo soy un exiliado, estoy en contra de Fidel Castro, que quede claro, pero dentro de eso hay que reconocer algunas verdades históricas. Porque si no volvemos a caer a la eterna trampa: negar la historia y entonces siempre estamos comprometiendo el futuro. Creo que eso es el papel del escritor, no sólo es un señor que escribe historias divertidas para leer en el tren o en el avión, también es un señor que tiene que tener una conciencia social y conciencia histórica. Yo creo en eso.
-¿Qué le pasará a Cuba cuando muera Fidel Castro?
No soy adivino, pero supongo que Cuba volverá a ser lo que nunca debió dejar de ser: un pequeño país tropical lleno de música, color y carcajadas, exportador de azúcar, café, tabaco, flores y frutas, con entradas masivas de turistas -sobre todo procedentes de EUA-, con una economía de servicios y sin desmesuradas ambiciones napoleónicas que sólo traen distribución igualitaria de la miseria y mucho dolor. Cuba será entonces como cualquier otra isla caribeña, como Puerto Rico, Guadalupe, Trinidad y Tobago, Martinica… Un pueblo unido, sin un desgarrador exilio de casi dos millones de personas, sin divisiones clasistas, ni odios, sin pena de muerte y sin ese anti-imperialismo tan falso como exagerado que no es más que envidia. Lo que le hace falta a Cuba es una cura de humildad, que se le bajen los humos, que deje de sentirse el ombligo del universo, que ocupe de una vez su verdadero lugar en el concierto de las naciones. Volverán la economía de mercado y la libre empresa, con sus ventajas y sus desventajas. Por sus dimensiones y posición geográfica, Cuba podrá permitirse un gobierno lo más pequeño y barato posible, no necesitará fuerzas armadas, ni tampoco un aparato de seguridad del Estado, que son tan costosos, ni tantos ministerios, ni un cuerpo diplomático tan numeroso. Con todo ese dinero que se ahorrará, la isla podrá conservar, e incluso mejorar, algunas conquistas de justicia social para los más desfavorecidos: sanidad y educación gratuitas, por ejemplo. Eso bastará para garantizar la paz social.
José Martí y México
Manuel Pereira no deja de contar historias, está ocupado escribiendo alguna reseña literaria o crítica de cine. Actualmente es Director de Difusión Cultural del Instituto Cultural Helénico y siempre está preparando alguna clase literaria o diseñando futuros programas para cursos universitarios. Sus vacaciones son para escribir, no hay descanso ni siquiera sábados y domingos. No ve televisión y no le interesan los deportes.
Al encender otro cigarrillo, recuerda que cuando era niño leía cómics como “El pájaro loco” o “Dick Tracy”, pero su madre leía la Biblia y cosas de Benito Pérez Galdós. Su padre, en cambio, sindicalista y un poco comunista tenía libros de Lenin. Cuando su mamá se enteró de que había robado el libro “Aventuras de un niño irlandés”, avergonzada, hizo ahorros inimaginables y le compró toda la colección de Verne. El pequeño enloqueció tanto que se hacía pasar por el escritor francés y se autografiaba sus libros: “Para Manolín Pereira, de su amigo por siempre Jules Verne”.
A sus 63 años, el discípulo del escritor José Lezama Lima dice que aún se carcajea por aquella frase de José Martí que su padre usó para sacarlo de la estación policíaca.
“Unos diez años después del incidente por el libro de Verne, ya me había leído las obras completas de José Martí, que son unos 20 tomos. Estaba buscando la cita y no la encontré. Hablé con especialistas de la obra de Martí y no sabían nada. Le dije a mi padre donde había sacado esa cita: ‘me la inventé chico, me la inventé’, jejeje. Es bellísimo porque pudo haberlo dicho Martí. Mi padre dio un chispazo de ignorancia. Era un hombre con una formación tan precaria que no había hecho el sexto grado. La otra parte sí es real: ser culto para ser libre. Empalmó una cita real con una apócrifa. Lo cual le da más valor a la apócrifa”.
-¿Cuál fue la motivación real de su exilio y por qué escoger a México para vivir?
Cuando empezó la Perestroika y la Glasnost en la Unión Soviética me entusiasmé mucho, pensando, ingenuamente, que el gobierno cubano haría algo parecido, o sea, que llevaría a cabo profundas reformas económicas y brindaría mayor transparencia informativa (o lo que es igual, que habría menos censura en los medios). Pero no fue así, sino todo lo contrario. En 1988 renuncié a mi cargo de agregado cultural en la UNESCO y regresé a Cuba porque mi padre estaba ya muy enfermo y yo quería asistir a sus últimos días. Mientras tanto, Fidel Castro se atrincheró en una especie de pureza ideológica, quiso ser más papista que el Papa, o sea, más comunista que la mismísima madre Rusia. Por si fuera poco, en julio de 1989 fusilaron al general Ochoa y a otros tres militares de alta jerarquía. Viendo tan lúgubre el panorama, decidí hacer las maletas e irme para siempre. Mi primer destino fue Alemania (recién derrumbado el Muro de Berlín), luego fui a Francia, después me instalé largamente en España y hace siete años llegué a México. ¿Por qué México? Me cansé de Europa y de la falta de trabajo en España, me cansé de la soledad y la frialdad europeas, por eso vine a México, buscando una cercanía geográfica y emocional con Cuba, buscando una idiosincrasia más parecida a la cubana, además, aquí tenía amigos y una sobrina. Ya Europa no tenía nada que enseñarme.
En “Mataperros” Manuel Pereira tuvo que recurrir a su memoria y pareciera que ésta no lo traicionó, pues sus cuentos están llenos de vida y de buena nostalgia. Describe detalladamente los barrios y las tiendas; recuerda rostros y diálogos con sus amigos que pensó se habían quedado en el malecón, pero que reviven gracias a su memoria fotográfica. Sin embargo, dicen que el recuerdo de las cosas pasadas no es necesariamente el recuerdo de las cosas tal y como sucedieron.
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LLEVA MANUEL PEREIRA AL LECTOR A LOS AÑOS
DE SU INFANCIA EN LA HABANA
EL INFORMADOR
Ciudad de México / 25 Mayo 2012

El novelista, periodista y ensayista cubano Manuel Pereira, discípulo de Lezama Lima, escribió un libro sobre una banda de niños pobres, él entre ellos. El escenario, una comunidad portuaria de La Habana Vieja de 1957 a 1961, donde eran los "Mataperros". 

"Yo era muy mal estudiante y tenía muchos problemas en la escuela. Me escapaba y me iba al malecón a nadar y al parque a tirar piedras, jugar béisbol y a subirme a los árboles. De niño yo no tenía ni la menor idea de que con el tiempo me convertiría en un escritor, en un intelectual", mencionó sonriente.

Luego se dijo feliz "por la realización artística a través de este libro, que me costó mucho trabajo y tiempo. No son cuentos escritos en días o semanas, los he trabajado durante seis años. Hay un trabajo artesanal, casi de orfebre", dijo el escritor nacido en La Habana Vieja, en 1948, donde pasó años radiantes.

 El mote con el que se conoció al grupo de infantes es el que da nombre a la publicación, y con ese motivo el autor dijo que "hacíamos travesuras, rompíamos vidrios, y a veces robábamos", y comentó que escribió "con la memoria", porque él estuvo ahí. "Es como una nostalgia, pues la memoria es la arqueología de todos nosotros".

 Mencionó que se trata de una serie de textos cortos, todos confeccionados de una manera entrañable, los cuales han sido escritos desde el alma y la memoria, por eso, advirtió, "el lector ideal es quien tiene una mediana cultura general. Mi público es el joven de preparatoria y todos los universitarios".

El libro es memoria y al mismo tiempo ficción. "Como las películas que se anuncian basadas en hechos reales, hay una reelaboración de la memoria, no es la memoria pura, porque entonces sería un libro de memorias o una autobiografía o un libro de testimonios; son relatos y cuentos con ficción", dijo. 

Explicó que en el texto no sólo hay historias de él, también las hay de amigos, que él no presenció pero de las que oyó hablar y que, por su valor histórico y su perfil de semblanza de personajes entrañables de esos años previos a la Revolución Cubana y los primeros tras su triunfo, los ha metido en este libro.

 Ganador del Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz, España, Mataperros es un libro muy intelectual, no comercial ni en la línea editorial de las sagas que han llegado de algunas naciones europeas o de Estados Unidos, advirtió el entrevistado.

"Es otro tipo de literatura, porque yo no me muevo en la literatura del best seller, más bien estoy en la línea del” long seller", aclaró Pereira.

 Detalló que "el best seller es el libro que se vende muy bien durante cinco años y luego se olvida, el “long seller” es el libro que se lee durante 100 ó mil años pero se vende muy mal cuando hace su aparición. Es decir, el “long seller” tiene más tiempo de vigencia; así, yo trabajo convencido para el “long seller".

 De buen talante y afable en su hablar, el escritor subrayó que tales son sus intensiones de escritor, pero "si lo consigo o no, eso ya es otra cosa, que lo digan los críticos especializados y el tiempo, que es el juez supremo, pero mi intensión no es hacer best sellers porque no va de acuerdo con mi formación".

 Reconoció que la sociedad actual, en todas las latitudes del planeta, "está estructurada de tal manera que lo más probable es que el chofer del taxi, la mesera o el lavador de autos no me lean nunca, ¡Me encantaría!, pero creo que mis libros están inscritos en una línea editorial que no es muy comercial".

 Pereira, quien en 1991 salió definitivamente de la isla cubana y se convirtió en un viajero infatigable, ha recorrido grandes ciudades del mundo como Berlín, París, Madrid, Barcelona, Nápoles, Nueva Delhi, el Cairo, Túnez, Marruecos y la Ciudad de México, donde ahora se encuentra para realizar la promoción de su más reciente obra.

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EL ESCRITOR CUBANO MANUEL PEREIRA 
PRESENTARÁ EN MÉXICO SU LIBRO 
MATAPERROS
El libro de cuentos que en 2006 le hizo merecedor del Premio Internacional Cortes de Cádiz, aparece ahora publicado por la editorial mexicana Textofilia
CUBAENCUENTRO
Madrid / 28 Mayo 2012

El novelista, periodista y ensayista cubano Manuel Pereira, presentará el próximo 1 de junio en México una nueva edición de Mataperros, un libro sobre una banda de niños pobres cuyo escenario no es otro que una comunidad portuaria de La Habana Vieja de 1957 a 1961.

El libro de cuentos que en 2006 le hizo merecedor del Premio Internacional Cortes de Cádiz, aparece ahora publicado por la editorial mexicana Textofilia.

Sobre Mataperros —una colección de narraciones en las que Pereira evoca un tiempo desaparecido en el barrio habanero de la Loma del Ángel— conversó brevemente el escritor cubano con la agencia Notimex.

“No son cuentos escritos en días o semanas, los he trabajado durante seis años. Hay un trabajo artesanal, casi de orfebre”, dijo el escritor nacido en La Habana Vieja, en 1948, donde pasó años radiantes.

“Yo era muy mal estudiante y tenía muchos problemas en la escuela. Me escapaba y me iba al malecón a nadar y al parque a tirar piedra, jugar béisbol…”, recuerda Pereira.

El mote “mataperros” con el que se conocía al grupo de niños que lo acompañaban en esas andanzas, es el que da nombre a la publicación: “hacíamos travesuras, rompíamos vidrios, y a veces robábamos”, asegura su autor, que añade que escribió los relatos “con la memoria”, porque él estuvo ahí.

“Es como una nostalgia, pues la memoria es la arqueología de todos nosotros”.

El escritor señala que se trata de una serie de textos cortos, todos confeccionados de una manera entrañable y escritos “desde el alma”.

El libro es memoria y al mismo tiempo ficción. “Como las películas que se anuncian basadas en hechos reales, hay una reelaboración de la memoria, no es la memoria pura, porque entonces sería un libro de memorias o una autobiografía o un libro de testimonios; son relatos y cuentos con ficción”, dijo.

En la entrevista Pereira explica que en el texto no solo hay historias de él, también las hay de amigos, algunas que no presenció pero de las que oyó hablar y que, por su valor histórico y su perfil de semblanza de personajes entrañables de esos años previos a la Revolución Cubana y los primeros tras su triunfo, los ha metido en este libro.

Pereira, quien en 1991 salió definitivamente de la Isla y se convirtió en un viajero infatigable, ha recorrido grandes ciudades del mundo como Berlín, París, Madrid, Barcelona, Nápoles, Nueva Delhi y la Ciudad de México, donde ahora se encuentra para realizar la promoción de esta obra.
Entre sus obras publicadas se encuentran El Comandante Veneno (La Habana, 1977), El Ruso (Letras Cubanas, La Habana, 1980), Toilette (Anagrama, Barcelona, 1993), Mataperros (Cuentos. Premio Internacional de relatos Cortes de Cádiz, Algaida, Sevilla, 2006), Insolación (Diana, Ciudad de México, 2006), y Un viejo viaje (Textofilia, Ciudad de México, 2010).

La presentación de esta nueva edición de Mataperros tendrá lugar el viernes 1 de junio a las 19:00 horas en el Centro Cultural Bella Época del Fondo de Cultura Económica, en México DF.
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El Niño Conte

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EL NIÑO CONTE

Por Manuel Pereira

En la puerta de la revista Cuba, con el fotógrafo Ernesto Fernández (izq.) y Antonio Conte (al centro) 1969.
Hoy se cumple un año de la muerte de Lichi y da la tristísima casualidad que hoy también se me acaba de morir otro entrañable amigo en Miami: Antonio Conte, el Niño Conte, también llamado “El Diablo” por algunas de sus mujeres, aunque era la persona más bella que he conocido en mi vida.

Gran poeta injustamente olvidado, este cubano de vasta cultura fue un periodista brillante de quien aprendí los rudimentos del oficio cuando yo era un principiante y él ya un consumado cronista a finales de los sesenta.

Su papá había sido periodista en la era republicana, así que ¡de casta le viene al galgo! Su padre pasó a la historia del refranero popular cubano por aquella frase tan redonda: “duró lo que un merengue en la puerta de un colegio”.

Uno de los primeros libros de Conte, Afiche rojo, atesora versos inolvidables. Otras obras suyas -que ni siquiera guardaba en su casa pues estaba más interesado en escribir que en publicar- fueron la excelente novela La fuente se rompió, En el tronco de un árbol, Con la prisa del fuego, Ausencias y peldaños, Definición del humo… La belleza de estos títulos basta para advertir su maestría literaria.

La diáspora que a tantos nos dispersó, nos alejó durante muchos años. Cuando él andaba por Bogotá, yo estaba en Barcelona, cuando él andaba por Miami, yo estaba en México. Llamadas telefónicas y emails suplían a duras penas el contacto antaño tan cotidiano.

En su penúltimo correo electrónico se refería con sospechosa vehemencia a Baudelaire. Estaba obsesionado con estos versos: “Je veux bâtir pour toi, Madone, ma maîtresse/ Un autel souterrain au fond de ma détresse/ Et creuser dans le coin le plus noir de mon coeur/ Loin du désir mondain et du regard moqueur/ Une niche, d’azur et d’or tout émaillée.”

Todo eso del altar subterráneo, del nicho, del rincón más oscuro del corazón… me dio muy mala espina. Para tranquilizarlo, le envié un par de escandalosas madonas de Munch y de Fouquet.

Otro de sus temas favoritos conmigo era el cine. Sabía tanto de eso que, de haber querido, hubiera podido ser un gran cineasta o un estupendo crítico. Pero Conte tenía un defecto: le faltaba constancia, no lograba concentrarse en nada durante demasiado tiempo. En cambio, le sobraba talento hasta para regalar.

Casi siempre jaraneaba, y por eso lo recordaré con una sonrisa, pues nadie en el mundo me ha hecho reír tanto como él. Sus frases tan criollas, las jergas que solía inventarse, su ingeniosa manera de hilvanar las ideas, todo eso era irrepetible. Un gran conversador, como debe ser todo gran escritor.

Pero, aparte de sus chanzas, también podía ser un tipo de lo más reflexivo cuando le daba la gana. Y a veces sus ideas molestaban, pues yo creo que era un provocador y le gustaba hacer rabiar a la gente. A mí también me exasperó un par de veces, pero jamás dejamos de ser amigos. Porque la amistad -cuando es verdadera- está por encima de cualquier discrepancia transitoria y banal.

Por desgracia en los últimos años una afección cardiaca lo encamó en hospitales más veces de las que cualquiera pudiera resistir. Se ha ido el Niño Conte tras las huellas de Lichi Diego. De los tiempos legendarios de aquella revista CUBA quedamos cada vez menos: Iván Cañas por allá, Minerva Salado por aquí, Froilán Escobar por acá, Raúl Rivero por acullá, Reinaldo Escobar del lado de allá… De aquella época dorada es la foto que publico.

Me decía el Niño Conte en su último email fechado el pasado 16 de julio: “Yo nunca he renunciado a formar parte de ese pueblo, y si pudiera, y no hubiera el régimen que hay allí, por el cual todos nos fuimos, me iría con mi pensión a morirme en Cuba, en Cojímar, o en Guanabo”.

Murió en Miami. Pero espero que algún día no muy lejano sus huesos, o sus cenizas, puedan descansar en esas dos playas que tanto añoraba.

 (*) Publicado en Cubaencuentro el 31 de Julio del 2012.
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BIOGRAFÍA DE UN DESAYUNO

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BIOGRAFÍA DE UN DESAYUNO


En abril de 1979, durante un desayuno en París, Alejo Carpentier me aconsejó: “no se dedique al ensayismo”. Yo era entonces un joven novelista cansado de ser un joven novelista. Quería ir más lejos. Empezaba a intuir lo que hoy es ya una convicción: que ningún novelista está completo si no escribe ensayos.

Los ensayos de mi libro Biografía de un desayuno nacieron durante aquel desayuno con Alejo Carpentier en un café de Montparnasse que ya no existe. De hecho, configuran la biografía de mi desayuno intelectual, porque fue en París donde realmente aprendí a pensar. La tradición que va de Montaigne a Sartre -pasando por Voltaire, Diderot, Descartes, Pascal, Montesquieu, Valéry, Cioran-, flota en el aire de esa ciudad, se puede respirar incluso a orillas de ese río pensativo que es el Sena.

¿A qué le tenía tanto miedo Carpentier si él mismo era novelista y ensayista a la vez? ¿Acaso le preocupaba que, por ser el ensayo un género que enseña a pensar, yo empezara a generar ideas y me buscara problemas políticos en Cuba donde, por cualquier opinión discrepante, se puede ir a la cárcel o al destierro?

Le pregunté por qué me daba aquel consejo tan vehemente y me dio a entender que era mejor que siguiera cultivando la novela, ya que siendo un género más comercial tenía “más salida” que el ensayo, “incluso aquí en Europa”.

Precisamente, lo que más empezaba a disgustarme de la novela sin ideas, de la novela superficial o de entretenimiento -que es la más frecuente, la más promocionada y la más premiada- es su naturaleza comercial. Las novelas meramente anecdóticas, que no dicen nada interesante, atiborradas de diálogos insustanciales, ya me aburrían. Esas novelas pueden estar repletas de sensiblerías, de acrobacias sexuales, de chismes, de despechos y otros desahogos, pero nada de eso las convierte en libros inteligentes.

¿Qué es un libro inteligente? Aquel que hace sentir al lector que él también es inteligente, aquel que ilumina alguna región a oscuras de su espíritu, de su vida o del universo que lo rodea; aquel que le produce un crecimiento interior.

Sin duda de buena fe, a Carpentier le preocupaba que me pusiera a reflexionar en vez de escribir libros inocuos y triviales para consumo masivo. En tal caso yo me convertiría en un escritor marginal y minoritario. Lamentablemente, él tenía razón. Cada día pululan en el mundo más narradores que relatan historias insignificantes, dotadas de una especie de escritura decorativa, pero desprovistas de una cosmovisión, de una perspectiva profunda de la vida y de una brújula estética definida.

Yo no quería dejar de ser novelista. Simplemente me proponía ser también ensayista para, más adelante, combinar algunos relámpagos típicamente ensayísticos con la función tradicional de la novela, de modo que esta última alcanzara un mayor decoro intelectual, una calidad superior, cierta dosis de lucidez poética.

Yo quería tocar un misterio, explorar un abismo, valiéndome del ensayo. Pero ese género suele prestarse a muchas confusiones categoriales. Algunos confunden el ensayo con lo que no es más que periodismo. Hay que aclarar que un artículo de fondo no es un ensayo. Otros piensan que escribir un ensayo se reduce a acumular citas, como en una tesis doctoral, tesina o monografía. La glosa y la exégesis conducen a textos de evidente raíz académica, que no son ensayos en el sentido literario de la palabra. El embrollo conceptual es tan inextricable que, a veces, incluso en ámbitos universitarios, suelen llamar “ensayos” a meras reseñas de libros que apenas pasan de una cuartilla.

El verdadero ensayo no es tratado científico, ni monserga didáctica. No tiene que ser plúmbeo, ni aburrido. Es literatura de alta escuela, prosa que destila una doble naturaleza: artística e intelectual.

Después de aquel desayuno en París, decidí no hacerle caso a Carpentier. Los grandes también pueden equivocarse, pensé. Así surgieron mis primeros ensayos escritos entre 1984 y 2007. Unos los escribí en París, otros en la Habana, otros en Venecia, otros en Barcelona, los últimos en México.


Ciudad de México, 23 de agosto de 2008.



MATAPERROS

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MATAPERROS

La noche del 24 de Agosto del 2012 TextofiliaEdiciones presentó en la magnífica Capilla Gótica del Instituto Cultural Helénico, el libro de cuentos Mataperros, de Manuel Pereira.








CORRESPONDENCIA ENTRE MANUEL PEREIRA Y JOSÉ YANES

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CARTA DE RESPUESTA A JOSÉ YANES
"Sobre Poesía Engavetada"
Ciudad de México, 1 de Septiembre 2012

Yo también leí tu poesía engavetada, soterrada, arrinconada, ninguneada. Tu libro me remonta a aquel terrible año 1971 cuando muchos fueron ninguneados. Wichy el Rojo fue a parar a una granja, creo que de cerdos, al Chino Heras León lo mandaron a una fábrica, Norberto Fuentes missing, tú también desaparecido, Lezama censurado en los medios y sin poder publicar ni un verso. Todo el mundo estaba asustado. Por suerte para mí yo todavía no era “escritor”, pues no había publicado ningún libro y -por tanto-no era miembro de la UNEAC. Era un simple reportero de una revista, y aun así, me castigaron seis meses en un cuarto oscuro revelando fotos y sin poder publicar reportajes, crónicas, etc… Comparado contigo y con otros, salí bastante bien parado de todo aquel terremoto de terrorismo de Estado.
El caso Padilla marcó un antes y un después en la relaciones entre los artistas e intelectuales y el gobierno totalitario. Tu libro está impregnado de la atmósfera de ese tiempo, salvo algunos poemas que se alejan (o parecen alejarse) del tema central, como el bellísimo NEGRA SUFRIENDO.
Tu libro es muy desgarrador, muy sincero, es la autobiografía poética del ninguneado, del injustamente olvidado.
Ahora resurges, y qué alegría ver que renaces como el Fénix de sus cenizas, y qué bueno que nunca dejaste de escribir tus versos. Cualquiera, en tu circunstancia, se hubiera rendido. De hecho, te rendiste, rompiste tus poemas, pero luego reanudaste el trabajo para el que estás destinado. Nadie puede escapar a su destino.
Tu libro me hizo meditar mucho, recordar mucho. Es un crimen que un sistema social haga sufrir a un alma sensible de poeta, eso exige una reparación. Tu libro publicado en Miami es ya el inicio de esa rehabilitación. Es un acto de justicia poética, que debemos a tu maravillosa hija.
Creo que nadie en el ámbito literario sufrió tanto como tú. Eso me recuerda a Martí cuando decía: “tengo miedo de morir sin haber sufrido bastante”.
Por otra parte, todo lo que dices sobre mis cuentos es en verdad impresionante. Leí tu carta más de una vez, despacio, captando el significado de cada palabra o frase. Debo decirte que eres el primer lector profundo de MATAPERROS. Mucha gente lo ha leído y me dicen cosas como “es muy divertido, es entretenido, es muy fuerte, me hizo llorar, o me hizo reír”… pero nadie ha penetrado esas páginas como tú, y nadie podría hacerlo, por razones obvias, generacionales (aunque me llevas cuatro años), nacionales y por otras afinidades que nos unen haciendo que con solo una mirada podamos decirnos muchas cosas insondables del alma.
Los lectores de MATAPERROS, hasta ahora, son extranjeros: españoles, mexicanos, están muy lejos del contexto, y lógicamente no pueden captar la esencia, como lo haces tú.
En efecto, lo más recóndito que yo quise expresar fue la brusca desaparición del espíritu de un barrio, y de una época a él asociado, pero también quise describir el abrupto final de una infancia, o de una niñez al estilo “mataperrero” que pasó a otra forma de “niñez-adulta”: alfabetización, patrulleros juveniles, cadetes cívicos nacionales, Cinco Picos, recogedores de café, AJR, milicias,
artilleros…
La locura que se apoderó del país modeló nuestras almas en su etapa de formación.
A veces pienso que debemos ver el lado positivo de toda esta experiencia traumática que seguimos llamando “revolución” por una comodidad del lenguaje. Hemos vivido un tiempo convulso y delirante. Podemos convertir eso en poesía, en obra de arte, en testimonio. Tenemos mucho que contar.
Finalmente, los escritores somos los testigos de la historia. Y nosotros hemos vivido la historia en vivo, en directo y a todo color. Tenemos mucho que contar, y eso es-en cierta forma- un lujo, pues muchos escritores no tienen nada que contar, y se ven obligados a recurrir a historia baratas de policías y asesinatos, que traducidas a guiones llenan luego las carteleras de los cines o las teleseries. Pura banalidad. Nosotros tenemos mucho que contar, y muy profundo, sin un ápice de trivialidad y sin hacer concesiones al mercantilismo. Eso me parece que es una ventaja. Algo bueno tenía que salir de tanto desastre. No hay mal que por bien no venga.
Lo que dices sobre el triángulo mágico entre Conte, tú y yo, es sobrecogedor. En efecto, algo inescrutable ocurrió cuando murió el Niño (exactamente un año después del fallecimiento de Lichi) y de pronto apareciste tú en la sección de opiniones de un diario digital. Yo me quedé boquiabierto cuando leí tu comentario. ¿De dónde salías al cabo de tantísimo tiempo? Fue increíble, y como la señal de algo muy superior. Un amigo muere y al instante reaparece otro. Es un acto poético. Estamos rodeados de misterios, y ésta es una prueba.
El Niño Conte nació en el Barrio de Colón y muchas veces lo acompañé a la casa de su linda, dulce y frágil mamá, quien vivía muy cerca de Lezama. Ahí se establecía para mí otro triángulo mágico, pues mi mamá vivía al doblar de la casa del gordo cósmico, en Consulado y Trocadero. O sea, mi madre, Lezama y el Niño Conte se encadenaban en una enigmática secuencia. Y ahora veo que también tú vivías en esa zona, oculto, como la imagen latente de otra amistad que se revelaría plenamente muchos años más tarde.
Entre los muchos crímenes de la “revolución” que dejó de ser revolución, el mayor creo que ha sido la división de la familia, tema que exploras con mucho dolor en CARTA ABIERTA A MI MADRE EN USA. Carta que prefigura tu exilio y el de tantos otros.

Desde ese destierro triste y fecundo, te mando un largo abrazo, 
Manuel


CARTA DE JOSÉ YANES A
MANUEL PEREIRA
Hawaii, 1 de Septiembre 2012
Con placer y nostalgia, mi estimado Pereira, he leído Mataperros. Placer porque es un libro ameno, bien escrito, con ese humor que sale de la más profunda tragedia, que casi siempre es el mejor. Y nostalgia porque en ese texto hablas acerca de un mundo perdido, que yo sabía cercano a mí, pero que no sabía cuánto lo era, hasta que lo leí.
Existieron profundas similitudes en nuestras infancias en dos polos opuestos de La Habana. Pero no estoy hablando de similitudes sólo en el orden anecdótico. Hablo de similitudes en el sentido de como los dos asumíamos aquel mundo cruel y agresivo. En realidad nunca lo asumimos. Estuvimos en él por lo que Lezama llamaba el azar concurrente. No lo escogimos, ni teníamos posibilidad de evadirlo. Yo, al igual que tú, viví esa violencia como una alternativa de incorporarme de alguna manera a la realidad que se imponía y nos circundaba, o inundaba, aunque siempre en nuestro fuero interno la rechazamos y nunca la entendimos.
En mi primer libro de poemas, Permiso para hablar, la sección inicial está dedicada a Los Pocitos, el barrio de Marianao en el que viví mi infancia, igual en todo a lo que narras sobre la Loma del Angel. Allí hay poemas en los que abordo ese mismo rechazo e incapacidad de comprender y asimilar mi entorno, como tú en Mataperros, e igualmente reafirmo mi participación en él, como digo en un verso: "para no quedarme solo". Hablando de los enfrentamientos de pandillas entre la de Los Pocitos y la de Cocosolo (barrio vecino al de Los Pocitos, sólo separados por la Calzada Real de Marianao) digo que "volaban los tu madre, las pedradas; volaba el miedo, de eso estoy seguro". El miedo sobrevuela Mataperros como una presencia concreta. Yo también lo conocí en Los Pocitos Y por supuesto, en ese barrio fui testigo y parte de todo cuanto narras tan admirablemente en tu libro, léxico incluido. Es por ello que me ha conmovido tanto, porque no es sólo lo que conmueve a un lector en un libro, sino que ambos vivimos en nuestras infancias la misma realidad, además con la misma asimilación de ella. Para mayor coincidencia, uno de nuestros progenitores no pertenecía espiritualmente a la esencia del barrio. En mi caso se trataba de mi padre. Mi abuelo había sido, era en aquel tiempo, dueño de una finca tabacalera en Caimito del Guayabal, y mi padre, aunque separado en lo material de la familia, siempre conservaba en su filosofía, hábitos y comportamientos de la clase social de la que provenía, lo que lo llevaba a constantes diatribas en contra de mi madre, del barrio, de todo. Mi padre tampoco fue una presencia cotidiana o un soporte de ningún tipo, pero pienso que el peso de su origen influía en el que yo no me sintiera totalmente parte de Los Pocitos, en el mismo sentido que tú no te sentías totalmente parte de la Loma del Angel, debido a la gallega.
Pero hay algo más en tu libro que me parece excelente. Se trata de la abrupta perdida de identidad de la Loma del Angel (y por ende de toda la ciudad), a partir del triunfo de la Revolución. Esa es la esencia más dramática y terrible de tu libro y quizás su mayor logro en mi opinión. Yo tengo esa experiencia porque viví en carne propia la pérdida de identidad de mi barrio. No voy a balbucear palabras describiendo cómo era la Plaza de Marianao, o la Esquina del Café Raúl, desaparecieron en su esencia y algunas veces, las más, fisicamente, porque tú lo has hecho ya en tu libro y sabes muy bien de qué hablo.
Pero no sólo tenemos memorias similares por la Loma del Angel o Los Pocitos, es que a los 13 años mis padres se mudaron para Industria y Trocadero (una de las puntas que demarcaban el barrio de Colón, como bien conoces). De allí sólo te haré una anécdota: por supuesto, como Joaquín, yo vivía esperando al borde de la locura el momento en que las putas me permitieran "ocuparme", como se decía. Me paraba en la puerta de los bayús y las putas me pedían que me acercara. Yo, todo temblor, pensando que ya iba a realizarme, me acercaba. Entonces una de ellas estiraba la mano y me cogía por el bulto. Luego de palparlo me lapidaba en vida diciéndome: todavía estás muy pequeñito para ocuparte. Esa cuenta entre las frustraciones más grandes que recuerdo en mi vida.
Por cierto, como dato curioso o mejor mágico, te diré algo. Hablando con Conte una vez de ese anecdotario de las putas y del barrio de Colón, me dijo que en esa época el vivía en la esquina de Industrias y Colón, si mal no recuerdo. Pero nunca lo conocí allí en el barrio, quizás por dos motivos: yo vivía con la nostalgia de Los Pocitos y los amigos que había perdido allá. Y todos los días agarraba la ruta 43 en Neptuno e Industrias y me iba para Los Pocitos. Yo fui siempre como tú: un niño dado a su suerte, que sus padres nunca velaron en dónde me metía u ocupaba mi tiempo. El resto de la vida que me sobraba de Los Pocitos la dedicaba a bayusear. Cuanto peso me caía en la mano iba a gastarlo con las putas a mi regreso de Los Pocitos. Yo viví la gloria y decadencia del barrio de Colón. Viví allí hasta 1962 y vi como fueron apareciendo los letreritos en las casas que se mencionan en tu novela: "No moleste. Aqui viven personas decentes".
Es decir, que en un momento dado, y casi con las mismas edades: coincidimos Conte, tú y yo en un mismo entorno sociosicológico. Y otra vez habría que recordar el azar concurrente, no sólo por recordarlo sino porque Lezama, como para validar la verdad de ese adagio, precisamente, como tú bien conoces, vivía en esa época, y después de ella también, en Trocadero, entre Industrias y Consulado, es decir, a solo unas puertas de Conte y yo, y muy cercano a la Loma del Angel. Apenas cinco o seis años después, confluiríamos todos.
Bueno, mi estimado Pereira, ya termino este quizás demasiado largo email. No sin antes agradecerte una vez más haberme devuelto aquel mundo que la Revolución nos quitó de un plumazo. Y ese es uno de los grandes crimenes de la Revolución: haber matado la identidad de las calles y los barrios de nuestro
 pais.

Abrazos,
José Yanes

CORRESPONDENCIA CON MARGUERITE YOURCENAR

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CORRESPONDENCIA CON 
MARGUERITE YOURCENAR


Click en las imágenes para leer la carta publicada en Caimán Barbudo en Octubre de 1988.

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EL MAMUT INCONCLUSO

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EL MAMUT INCONCLUSO
Por Manuel Pereira

Toda gran cultura deja tras de sí un orgulloso rastro visible, alguna prueba monumental de su paso por la historia. Ejemplo: las tres pirámides de Giza o la Catedral de Notre Dame. Aquéllas fueron construidas por una sociedad esclavista y, ésta, por el feudalismo. Sin embargo, olvidamos los crímenes perpetrados por ambos sistemas sociales en cuanto contemplamos fascinados esas increíbles estructuras. ¿Será más fuerte la belleza que ciertos escrúpulos éticos retrospectivos? ¿Será más seductor el impacto visual de esas moles que todo lo aprendido en libros de texto o en películas?

En Grecia y en Roma abundan imponentes vestigios de cultura material y también en esas civilizaciones se ejerció el modo de producción esclavista, cuya crueldad no impide que admiremos boquiabiertos el Partenón y el Coliseo.
Se trata de construcciones que brillarán eternamente porque van más allá de las funciones que se les asignó originalmente. Cada una de ellas sintetiza el espíritu de su tiempo, reflejan el élan vital de una determinada forma de civilización, concentran en sí toda una cosmovisión. Es lo invisible revelándose en lo visible.
Además, estas gigantescas señales físicas trascienden lo meramente territorial irradiando al resto del mundo sus efluvios religiosos o ideológicos. Dicho de otro modo, la gran esfinge de Giza o el Puente de los Suspiros son tan míos como de cualquier egipcio o veneciano.
Desde la Prehistoria hasta nuestros días, cada sistema social, a través de sus colosales testimonios, nos envía un mensaje: “aquí estuvimos, en esto creímos, esto hemos sido”.
Abu Simbel
La Edad de Bronce dejó megalitos como rastro de su existencia, desde 
los círculos concéntricos de piedras de Stonehenge hasta los menhires de Carnac. La esclavitud dejó su impronta en templos como el de Abu Simbel o el Zigurat de Ur, la Edad Media levantó sus catedrales, abadías y castillos, las monarquías construyeron lujosos palacios, el imperio chino erigió su Gran Muralla. Los príncipes, los zares y las zarinas edificaron el Kremlin así como las fuentes con estatuas doradas de Petrodvorets, los inefables puentes y la fortaleza de San Petersburgo. De la Roma imperial quedan arcos de triunfo, la columna de Trajano, el Panteón de Agrippa, entre otros restos deslumbrantes. Del templo de Jerusalén queda el Muro de las Lamentaciones. Las principales obras arquitectónicas del Renacimiento fulguran en Florencia. Saltando a otros mundos vemos las asombrosas mezquitas de Estambul y de Isfahán. El Imperio Bizantino dejó extraordinarias muestras, entre otras, la iglesia de Santa Sofía y la basílica de San Marcos. México tiene el centro ceremonial de Monte Albán, su Templo Mayor de Tenochtitlan, Teotihuacan con sus pirámides truncas del Sol y la Luna; los mayas nos legaron observatorios astronómicos y 
Angkor
pirámides escalonadas. Al sur, nos espera la sorprendente Machu Picchu, la Puerta del Sol en Tiahuanaco, las intrigantes ruinas de Puma Punku. Desplazándonos a otras geografías encontramos la Ciudad de Petra, el fabuloso templo de Angkor en Camboya que la selva nunca pudo tragarse, los moáis en la Isla de Pascua, la India con el Taj Mahal, el templo de Khajuraho y sus prodigiosas estupas, las majestuosas pagodas en los países asiáticos, la admirable ciudad de Tombuctú hecha de barro, las fantasías arquitectónicas de Gaudí en Barcelona y los rascacielos del capitalismo creciendo como cristales de cuarzo…
Por doquier comprobamos que cada momento histórico, cada estadio del desarrollo de nuestra especie, ha dejado su esencia encapsulada en alguna mega-estructura trascendental. Estos y otros monumentos son autorretratos de las civilizaciones que los erigieron, sintetizan la manera en que ellas se veían a sí mismas. Son gemas que repartidas alrededor del planeta lo convierten en un huevo de Fabergé, una esfera de lapislázuli cuyos diamantes engastados lanzan estambres de oro engarzando una civilización con otra en la vasta urdimbre de la universalidad. También semejan axones y dendritas, emitiendo y recibiendo vibraciones en una red de circuitos neuronales. Constituyen, pues, el monólogo interior y la memoria del planeta, que es un cerebro flotante en el espacio.
Ahora bien, ¿cuáles son las joyas correspondientes al Comunismo? ¿Dónde están que no las veo? ¿Cuáles son los autorretratos de los países socialistas más allá del Culto a la Personalidad y un par de momias? ¿Adónde van a parar las neuronas muertas del Socialismo? ¿Qué pasó con sus conexiones sinápticas perdidas, abortadas o inconclusas?
Llama la atención que el único régimen social que no ha dejado pruebas físicas imperecederas de su quehacer es la utopía del proletariado, y ello a pesar de haber abarcado durante más de siete décadas regiones que van desde Rusia hasta China, Mongolia y Corea del Norte, pasando por Europa Oriental y llegando hasta Laos, Camboya, Vietnam y la isla de Cuba.
Viajemos a Rusia, madre del engendro utopista de las izquierdas. ¿Por qué los bolcheviques no solo no pudieron superar, sino que ni siquiera igualaron, la vehemencia constructiva de los zares? Nadie pone en duda la crueldad de los zares, pero al menos dejaron tras de sí espléndidas edificaciones. Stalin fue más cruel que el peor de los zares, y encima, ni siquiera dejó una brizna de belleza.
Siete Hermanas
¿Qué dejó el estalinismo en materia de edificación monumental? Las llamadas “siete hermanas”: unas torres que no pueden compararse con la más pequeña -pero a la vez más auténtica y hermosa- Catedral de San Basilio. 
Cuando aquellas feas siete torres se construyeron (entre los años 40 y 50) ya hacía tiempo que existía la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright, y tanto Le Corbusier como Gropius habían realizado sus principales obras. ¿Acaso no se enteraban de estas proezas culturales en Moscú y en sus países satélites?
Catedral de San Basilio
Lo más interesante que dejó el dictador soviético fueron los suntuosos “palacios subterráneos” del metro de Moscú, y aun allí, irrumpía el Realismo Socialista con 
estatuas edificantes destinadas al adoctrinamiento masivo. 
Por lo demás, no deja de ser curioso que lo único bello creado durante el estalinismo haya sido destinado a un lugar de tránsito, un espacio invisible e inhabitable, que no invita a la permanencia, un sitio escondido, oculto bajo tierra, como si la belleza fuera un motivo de vergüenza o algo que hay que apreciar de prisa y corriendo, para no contagiarnos con ella. 
Salvo Lunacharski, a los dirigentes bolcheviques no les gustaba el Constructivismo. Sin embargo, la Torre de Tatlin -que no pasó de ser una maqueta- hubiera podido ser esa joya enorme y visible del proletariado que no vemos por ninguna parte, ni en Rusia, ni en los demás países donde se instauró el Socialismo. En principio, la espiral inclinada del principal vanguardista ruso fue concebida como un desafío bolchevique a la burguesa Torre Eiffel. 
Si la estructura parisina conmemoraba el centenario de la Revolución Francesa, la de Tatlin sería monumento y sede de la Internacional Comunista. Pero el Constructivismo tuvo vida breve. El suicidio de Maiakosvki (1930) marcó su final y el inicio del burdo, predecible y monocorde “Realismo Socialista”. A partir de entonces se impuso el estilo Stalin que sería exportado a otros países comunistas.
¿Qué estilo le gustaba al Zar Rojo? El neoclasicismo, emanado del estilo Directorio napoleónico, que ya era la imitación de una imitación, por tanto, nada nuevo, más bien una falsificación academizada hasta el bostezo. No por azar, Hitler compartía con Stalin el mismo gusto por la escultura y la arquitectura neoclasicista. No es la única afinidad entre los dos totalitarismos del siglo XX, pero ésa es otra historia.
Endiosado, Stalin aspiraba a un imperio como el de Bonaparte. Así que en el proyecto de las siete torres calcó el estilo napoleónico agregando elementos góticos para mayor eclecticismo. Una grandilocuencia faraónica -pero sin emoción, deshumanizada y gris- se adueñó de Moscú, al tiempo que Stalin, acaso envidioso de una estética superior a la suya, empezó a demoler preciosos templos de la iglesia ortodoxa rusa.
Otra de sus obras ciclópeas fue el Canal Mar Blanco-Báltico que terminó en fracaso. A lo largo de 227 kilómetros allí trabajaron más de 300 mil prisioneros políticos, de los cuales 120 mil fallecieron debido al trabajo forzado en condiciones infrahumanas. A fin de cuentas, por su escasa profundidad, no podían navegarlo barcos de gran calado. Entre octubre y mayo había que cerrarlo porque se helaban sus aguas. Todo lo cual me recuerda al cachorro de mamut congelado en la tundra siberiana al que le falta un pedazo de trompa (mordida por lobos) y que vi hace muchos años en el Museo Zoológico de la otrora Leningrado.

Tanta ineptitud, mal gusto y anticuada fealdad, se extendió al diseño de los automóviles, los electrodomésticos, las etiquetas de los enlatados, la indumentaria femenina y masculina, el calzado, los relojes de pulsera, la presentación de los medicamentos, los cortes de pelo de ellas y de ellos, y un largo etcétera.
Solamente la RDA -por ser el país más desarrollado del bloque comunista- levantó 
Torre Televisión Berlín
una estructura digna de mención: la torre de televisión en Berlín Oriental. No es que sea un hito, pero a falta de algo mejor, sin duda llegó a ser el emblema de aquella ciudad. Sin embargo, por una de esas ironías de la vida, cuando el sol reverbera en su esfera de acero inoxidable se forma un dibujo en cruz. La RDA era un estado ateo. Los ateos profesionales -al igual que los vampiros- no pueden ver la cruz ni en pintura. Así que la gente se burlaba de los comunistas llamándole a la torre “San Walter”, en alusión a Walter Ulbricht. Bromas aparte, la verdadera “obra maestra” de Ulbricht no fue esa anodina Torre de Televisión, sino el Muro de Berlín con su cosecha de muertos.
El colectivismo y el igualitarismo, tan ensalzados por los marxistas-leninistas, no han podido crear nada ni siquiera remotamente comparable con las alhajas que el individualismo en cualquiera de sus formas -desde el fanatismo religioso hasta el pragmatismo más profano-, ha dejado salpicadas por doquier.
¿Por qué las urbes, cuando no están bajo el azote del comunismo, acumulan esa diversidad, tanta riqueza, originalidad y belleza? Porque en ellas se respeta la propiedad y la iniciativa privada, así como la capacidad emprendedora de los individuos. Lo cual incentiva la vocación creadora en todos los ámbitos, sin que intervenga ningún inculto poderoso poniendo cortapisas o censurando. Cuando un gobernante pedestre tiene siempre la última palabra en materia de cultura y arte, inmediatamente sobreviene un período de indigencia estética e intelectual. Cuando un mandatario decide qué libros se publican, qué edificios se construyen, qué películas se estrenan o qué canciones se difunden por la radio, la cultura está en peligro de extinción.
Se  ha dicho que “la fe mueve montañas”. Por lo visto, también levanta montañas arquitectónicas, que van desde los zigurats sumerios hasta las agujas góticas pasando por  los minaretes y las pirámides. Todas esas construcciones que se estiran aspiran a llegar a Dios, o a los dioses. Todos los diseños místicos, en diferentes civilizaciones, coinciden en ese afán fáustico: llegar al Altísimo o al infinito.
También los comunistas quisieron llegar a lo más alto estableciendo un nuevo orden social. El primer experimento utopista fue la Comuna de París (1871) y Marx dijo que era el intento de “tomar el cielo por asalto”. De ahí que después Stalin copiara a su manera el estilo ojival. Es decir, plagió las agujas góticas del “opio del pueblo”. ¿Se quiere mayor incongruencia ideológica?
Los rascacielos del tan odiado como envidiado capitalismo también escarban el cielo. Tanto si lo rascan buscando monedas allá arriba, como si son altares elevados al dios Mammón, lo importante es que sus constructores creen en algo, tienen fe en algo, aunque sea en el “vil metal”.
Torre Eiffel
¿Qué es la torre Eiffel sino una araña de rieles que nos conduce velozmente al cielo? En su día simbolizó la locomotora de la prosperidad ascendiendo impetuosamente. 
Actualmente funciona como antena para programas radiofónicos y televisivos. De modo que ha devenido la aguja gótica de la modernidad, el templo de otro de los dioses de la contemporaneidad: la difusión, el entretenimiento, la evasión y también mucha frivolidad.
Cuando Marx escribió que “la religión es el opio del pueblo”, seguramente pensaba en los altos campanarios de las iglesias como centros de irradiación de doctrinas adormecedoras. Pero si hubiera llegado a conocer la caja tonta, habría cambiado su adagio por este otro: la televisión es el opio del pueblo.
La historia de las formas monumentales desplegadas en el devenir de los siglos está jalonada de reliquias donde se expresa el alma de las altas culturas, sus ideales más poderosos. Pero… ¿qué poderoso ideario anida en el sistema socialista o comunista? En teoría, es un modelo social preñado de esperanzas y promesas, ninguna de las cuales se cumple en la práctica. Por eso, en los países donde se impuso la “dictadura del proletariado”, no veremos mega-estructuras capaces de emular con las de regímenes anteriores. No las vemos porque no hay fe en nada de lo que se hace.
Siete tétricas torres fue todo lo que hizo el comunismo en Rusia durante setenta y cuatro años. ¿Dónde está la materialización de la cosmovisión de los bolcheviques? ¿Solamente en los ubicuos bustos de Lenin o en la estatua del obrero y la koljosiana convertida en emblema de Mosfilm? ¿Tanto ruido para tan pocas nueces?
¿Más de setenta años de poder absoluto y ningún emblema físico realmente universal? El Partenón se construyó en 15 años, la pirámide de Keops en 20 años, la Torre Eiffel en 26 meses, el Empire State Building en un año, el edificio Chrysler en 18 meses…
La falta de elegancia y refinamiento comunista tiene mucho que ver con la simulación de la mayoría silenciosa sometida a la “servidumbre voluntaria” de la que hablaba La Boétie. En semejante clima de hipocresía y doble moral es imposible producir ningún auténtico esplendor. La belleza no puede prosperar allí donde no hay libertad de cultos, de expresión, de información, de reunión, de pensamiento y de movimiento.
Salvo excepciones -que confirman la regla- todo lo creado bajo el sistema de partido único está afectado, en diversos grados, por la censura y su sombra anímica: la autocensura. Artistas y escritores huyen de los temas susceptibles de chocar con el pensamiento oficial políticamente correcto. Donde no hay sinceridad, no hay verdadero arte. Donde hay miedo, no puede haber literatura, ni cine, ni arquitectura, ni la cabeza de un guanajo.
La belleza en su magnitud más relevante sólo puede emanar de una profunda fe religiosa o de un individualismo renacentista burgués. El escollo insalvable al que se enfrenta el sistema comunista es que excluye taxativamente esas dos fuentes de generación estética, pues reprime toda forma de individualidad y, al mismo tiempo, rechaza cualquier sentimiento de religiosidad.
La gran paradoja de esta curiosa secta consiste en ser una religión sin Dios -oxímoron rayano en la demencia-, que tampoco es capaz de poner al ser humano, con su infinita diversidad idiosincrásica, en el trono de la divinidad defenestrada.
Así las cosas, ¿qué rastro monumental dejará la era de Fidel Castro en Cuba? Olvídense de los edificios construidos por las microbrigadas: monótonos, desangelados, horribles. Olvídense también de los edificios yugoslavos de moldes deslizantes y de las Escuelas en el Campo, prefabricadas y sin gracia.
Lo único llamativo que quedará son las Escuelas Nacionales de Arte de La Habana, edificadas durante la primera mitad de los sesenta. Si son innovadoras se debe a que por entonces todavía quedaban remanentes de libertad artística y al hecho de que dos de sus tres brillantes arquitectos eran italianos, con toda la herencia de exquisitez europea que eso supone. Por otra parte, la revolución todavía era joven y perduraba algo de su épica inaugural. Tal es el efímero espíritu que encarna esa obra.
De todas maneras, aquellas escuelas nunca se completaron y quedaron abandonadas. Se repetía en la isla la frustración de Tatlin. A vista de pájaro, el conjunto arquitectónico de Porro, Garatti y Gottardi semeja una sucesión de óvulos terminada en trompa de Falopio, aunque a mí se me antoja un elefante surrealista inconcluso. ¡De nuevo el cachorro de mamut congelado al que le falta un pedazo de trompa!
Para ver lo mal que acabó lo que empezó siendo tan prometedor, echemos un vistazo a la embajada de la antigua Unión Soviética en la capital cubana: siniestro mazacote que parece el Castillo de Drácula y cuyo vacío espiritual no tiene nada que ver con el entorno marítimo y tropical donde fue perpetrado. El mal gusto del estilo Stalin no podía dejar de hacer metástasis en el Caribe.
Sin embargo, La Habana Vieja atesora vestigios barrocos de la época colonial, como la Catedral, el Castillo de la Fuerza, el del Morro y sus palacios. La zona republicana conserva el Paseo del Prado, el Capitolio, el edificio Bacardí, el Centro Gallego y el Asturiano… La Habana de los años cincuenta dejó hoteles como el “Habana Libre” (antes Hilton), el Edificio Focsa, avenidas como la Rampa…
¿Qué fue entonces lo que falló en el comunismo? La ausencia de dimensión espiritual.
Los grandes estilos (clásico, románico, gótico, barroco, Art Nouveau, Art Deco…) revelan el pneuma de la época correspondiente a sus etapas de construcción. Cada una de esas formas entraña motivos relacionados con la ideología predominante en sus épocas. ¡Cuánta riqueza y diversidad de formas apreciamos en estas maneras de construir, de pintar, de escribir! ¡Cuánta originalidad! Y, por contraste, ¡cuánta pobreza de imaginación, cuán poca innovación, en el estilo propio del socialismo!
La pregunta que se impone es: ¿por qué no existe una forma capaz de encerrar los contenidos de la doctrina marxista-leninista? Tratándose de una nueva ideología, un nuevo gobierno para un nuevo mundo y un hombre nuevo, ¿cómo es posible que nunca haya encontrado su configuración estética?
Para nadie debería ser un secreto que la suma de disparates y la endémica ineficiencia de su modelo económico es el Talón de Aquiles del comunismo, implántese donde se implante. Evidentemente, ese desastre, que impide crear bienes de consumo en abundancia, tiene su reflejo en la dimensión artística. Tanto vacío espiritual en las artes y en las letras es la demostración palmaria de esa incesante penuria material.
Cuando la economía es floreciente, las formas de expresión se multiplican con un vigor que nos deja estupefactos. Inversamente, cuando la economía no prospera y se estanca en niveles de supervivencia, las manifestaciones estéticas languidecen hasta quedar fosilizadas.
Lo que pasa es que el socialismo -o comunismo- carece de espíritu de época, ya que en rigor está fuera de lugar y de tiempo. Más que un proyecto social y económico, es un Oopart, es decir, un anacronismo, una impostura histórica. Triunfa en 1917 en Rusia, pero significa un retroceso a la Edad Media. Los rusos salieron de un zarismo para entrar en otro, dejaron un “opio del pueblo” para caer en otro opiáceo, acaso peor.
Semejante desfase impedía que, tanto Rusia como sus países miméticos, se adaptaran a los tiempos modernos. Comparado con el Occidente judeo-cristiano, el comunismo siempre iba a la zaga y, de resultas, su producción -tanto material como espiritual o intelectual- era chapucera e ineficaz.
Se trata de un sistema que no logra encajar en ningún esquema espiritual, porque nace ya desespiritualizado. Todo lo desacraliza, vaciándolo de sustancia. Por consiguiente, no puede producir ningún valor artísticamente elevado y  permanente.
En realidad, el comunismo nunca ha existido. Sigue siendo aquel fantasma que según Marx recorría Europa en 1848, pues aborta nada más nacer. Es un feto insepulto, como el cachorro de mamut al que le falta un pedazo de trompa. ¡Otra vez el elefante surrealista inacabado!
Otra fantasmagoría es la del proletariado en el poder. En los países comunistas, la autoridad siempre ha estado secuestrada manu militari por una burocracia “revolucionaria”, una especie de aristocracia roja, que degenera ineluctablemente en despotismo, represión, ineptitud, nepotismo y corrupción.
En la Rusia de 1917, y a pesar de los esfuerzos del Conde de Witte, no existía una clase obrera de envergadura en comparación con otros países industrializados. Seguía siendo un país predominantemente agrario, anclado en formas de producción feudales.
En la Cuba de 1959, por su escaso desarrollo industrial, tampoco era protagónica esa clase social. ¿Cuántos obreros había en la guerrilla de la Sierra Maestra? Ninguno, que yo sepa.  
Por lo demás, ¿cómo puede instalarse en el poder o pretender ser la “vanguardia de la historia”, una clase sin futuro? Desde que nació, la clase obrera aspira a suicidarse, ya que nadie quiere ser obrero, ni que sus hijos o nietos sean proletarios. Por si fuera poco, con el paso del tiempo, los avances tecnológicos y científicos merman las filas de ese estamento con tan corta fecha de caducidad, restándole protagonismo histórico.
Una de las claves para comprender las enormes lagunas estéticas en el comunismo es la procedencia rural de sus máximos líderes. Ninguno nació en grandes ciudades. Todos son campesinos o pueblerinos y, como es sabido, el campo no genera arquitectura, ni diseño, ni alta densidad intelectual. Por el contrario, toda metrópoli contiene espacios de emoción estética. Las formas superiores de cultura nacen en las grandes urbes conectadas marítima y fluvialmente con otros países. La democracia se gestó en las polis griegas, no en olivares, ni en viñedos, ni entre cabreros. La convivencia, la comunidad cívica, el diálogo y la tolerancia no pueden brotar en el campo, donde todos viven aislados y alejados, sino en las ciudades donde se verifican las mayores aglomeraciones de seres humanos. La escasa o nula formación estética de estos caciques y caudillos criados en potreros, ranchos o fincas, salta a la vista.
Por supuesto, no es un delito nacer en el campo, pero sí es un crimen de lesa cultura que un guajiro lépero se aferre a un poder omnímodo atreviéndose a meter la cuchareta en temas tan sutiles como el arte, la arquitectura o la literatura que, además, no domina. No hay nada más audaz que la ignorancia.
Los padres de Stalin eran labriegos georgianos que ni siquiera hablaban ruso. Mao también fue un aldeano, al igual que Pol Pot. Ceausescu nació en una villa remota y su padre se dedicaba al pastoreo. El yugoslavo Tito también creció en ambiente rural. Lenin nació en una ciudad de provincia pobre y atrasada. Fidel Castro se crió en una finca a 740 kilómetros de La Habana. A pesar de sus posteriores estudios universitarios, nunca ha dejado de ser un guajiro, como demuestra su pasión por las vacas, los toros y, últimamente, la moringa.
Ninguno de ellos ha sido obrero, ni siquiera campesino pobre, sino hijos de terratenientes o funcionarios rurales acomodados. Así, en su adolescencia, pueden trasladarse a las grandes urbes para realizar estudios superiores, lo que les otorga una pátina de formación intelectual, si bien ya una infancia silvestre, los hábitos brutales del campo, los han marcado para siempre.
Más tarde, cuando detentan el poder, apenas viajan al exterior, no estudian idiomas, desprecian y recelan de todo lo extranjero, máxime si proviene de Europa Occidental o Norteamérica. Les falta visión cosmopolita. “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”, nos alertaba Martí.

El autoritarismo más rústico, la violencia de estos capataces de horca y cuchillo nace en un surco coagulado de terrones rojos. Un niño de la ciudad nunca ve cómo matan a una vaca, ni cómo le retuercen el pescuezo a una gallina, ni cómo aguijonean hasta hacerlo sangrar a un buey para arrearlo…  Un niño del campo está viendo eso desde que abre los ojos al mundo. ¿Influye o no este espectáculo rutinario en su conducta posterior?
Estos personajes son incapaces de amar a ninguna ciudad que sobrepase la noción de villorrio, porque se saben ajenos a tanto esplendor, por tanto, no pueden -ni quieren- propiciar su desarrollo, les falta sensibilidad, detestan toda grandeza arquitectónica y urbanística contra la cual, consciente o inconscientemente, desatan sus resentimientos derivados de un soterrado complejo de inferioridad. Aborrecen aquellas capitales donde les hubiera gustado nacer y que, en un inconfesable acto fallido, siempre eligen para morir.
Personas así pueden ser diestras en ciertas áreas del conocimiento. Llegan a ser abogados, oradores carismáticos, organizadores de partidos, hábiles guerrilleros, pero lo que nunca tendrán es cultura estética. Ésa es la guinda que le falta al pastel. Siempre serán nulos en la apreciación de las artes plásticas, la música y las morfologías superiores del espíritu. Nada de eso los emociona. Tal es su handicap principal.
Su naturaleza montaraz establece, ya de entrada, un déficit en su gusto estético y refinamiento espiritual, una laguna que no rellenarán jamás por más que lo intenten con oropeles de última hora.
La oposición entre civilización y barbarie ya fue examinada por Sarmiento en su Facundo. El origen agrario de estos protagonistas de la historia los lleva a barbarizar lo urbano, la urbanidad, lo cívico, lo civil y, en suma, la civilización, como ha sucedido en La Habana.
Otro problema que explica esa carencia de majestuosidad es la ausencia de aliento místico. Todas las sociedades han tenido dioses y escatologías, menos el comunismo, que está impregnado de ateísmo. Al carecer de ese hálito espiritual, fracasa cualquier impulso constructivo espectacular.
Los comunistas no solo carecen de Dios, tampoco generan riquezas materiales, esperanzas, ni ilusiones. De manera que si los marxistas no le ponen velas ni a Dios, ni a Satanás, ¿cómo diablos van a erigir el tipo de sociedad que diseñan? ¿Qué Torre de Babel van a levantar si carecen de estímulos tanto físicos como metafísicos?
¿Qué le pasa al comunismo que es el único sistema político instalado en gran parte del planeta que no ha sido capaz de dejar nada memorable para las generaciones futuras? Nada memorable en cultura material, ni en cultura espiritual.
¿Qué es el comunismo? Una pesadilla fugaz. La mayor deficiencia del paradigma marxista puede resumirse en el aforismo latino: “nadie da lo que no tiene”. Esta verdad como un templo no sólo es válida para individuos, sino también para colectivos y civilizaciones enteras. Una sociedad que no tiene nada profundo ni elevado que ofrecer, una cosmovisión cuya pobreza material e inmaterial es tan ostensible, no puede dar ni dejar nada estremecedoramente visible.
Supongamos que de pronto ocurre un cataclismo nuclear. Tras una sucesión de estallidos de bombas de neutrones -ésas que aniquilan seres vivos dejando intactas las construcciones-, no queda ni un solo ser humano en el mundo, aunque sí muchas de sus obras tangibles. Poco después aterriza aquí una expedición de extraterrestres. Sus científicos descienden de las naves, empiezan a investigar este planeta vacío, sin vida, pero aún repleto de monumentos, a través de los cuales esos  eruditos alienígenas podrán hacerse una idea bastante aproximada de cómo eran las sociedades que surgieron en este globo terráqueo en las distintas etapas de su desarrollo. Estudiando esas reliquias sabrán, por ejemplo, cómo era la esclavitud en Egipto, cómo fue el feudalismo en Europa, el colonialismo en América Latina, o el capitalismo en Chicago o en Manhattan, pero jamás podrán comprender cómo fue el comunismo. Ni siquiera podrán sospechar si hubo alguna vez sociedades utopistas ejerciendo plenos poderes sobre la realidad, pues no encontrarán pistas materiales a partir de las cuales investigar ese sistema, no habrá ningún rastro de cultura monumental susceptible de examen.
Un sistema social, económico e ideológico, que no deja tras de sí estructuras emocionantes, ni espacios especiales, es como si nunca hubiera existido.
Supongamos que quedan por ahí restos de algunas bibliotecas que los científicos extraterrestres traducirán y leerán. Descubrirán entonces el rastro teórico del comunismo, los libros utopistas que hablan de esa sociedad. Pero, al no encontrar puntos de referencia materiales para establecer correlaciones, considerarán que se trata de obras puramente literarias, cuyas prosas pseudo-poéticas proceden de las ficciones políticas y las fantasías teorizantes de Tomás Moro, Owen, Saint-Simon y Fourier.
Desconcertados ante la falta de realismo y sentido común de textos más recientes, los sabios siderales clasificarán a Marx, Lenin, Stalin, Gramsci, Trotsky, Mao, Ho Chi Minh, Fidel Castro, Che Guevara…  como autores mediocres de ciencia-ficción, siempre por debajo de Verne, Villiers de L’Isle-Adam, Bradbury, Asimov, Mary Shelley, Wells, Karel Capek…
Por suerte, no todos los utopistas escriben, pero… ¿podrá Chávez construir algo a la altura de Versalles, la Ópera Garnier o el Puente Alejandro III?
Al igual que Brasil, Venezuela tiene petróleo abundante. La capital de Brasil se construyó en cuatro años y Chávez lleva doce en el poder.
¿A qué espera para convertir los atestados cerros de Caracas en una nueva Brasilia?

(*) Ciudad de México, 15 noviembre 2012. 
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EL REY MONO

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EL REY MONO

Por Manuel Pereira

Viaje al Oeste. Las Aventuras del Rey Mono. Editorial Siruela, Madrid, 1993.

José Lezama Lima me prestó esta novela china en 1969 y exigió su devolución en tres días, ya que era el libro de cabecera de alguien que se autodefinía como “el peregrino inmóvil”, alguien gordo como un buda, que consultaba los hexagramas del I Ching bajo los auspicios de una estatuilla de Lao Tsé cabalgando un búfalo de jade.

Recuerdo que su título —Mono, a secas— sonaba más enigmático que Viaje al Oeste y que era un único tomo a diferencia de los tres volúmenes ahora publicados por la editorial Siruela (*). Probablemente se trataba de una versión expurgada y amputada de alguna editorial argentina, pero he olvidado ese detalle. Tampoco recuerdo que el ejemplar estuviera confeccionado con papel biblia para reducir cuerpo.
Tras su muerte, la biblioteca de Lezama Lima corrió una suerte similar a los avatares de los personajes de este relato chino: fue a parar a un depósito bajo llave en la Biblioteca Nacional. Considerados por entonces libros peligrosos, debían permanecer a la sombra. Algo así como el Index Librorum Prohibitorum o los famosos “Archivos Secretos del Vaticano”.
Allí durmió Mono varios años hasta que manos anónimas se lo robaron, o lo rescataron, usando unos trucos de cerrajería similares a las artimañas del protagonista simiesco de la novela. Así, tras no pocas peripecias, aquel ejemplar de Mono manoseado por Lezama, reanudó su peregrinación habanera, pasando por las manos de unos cuantos lectores enterados, hasta llegar por segunda vez a las mías.
Pero Mono también desapareció de mi casa como por arte de magia, nunca supe quién me lo robó, lo cual, lejos de irritarme, se me antojó el destino más apropiado para un libro repleto de desapariciones, metamorfosis y escamoteos de lo invisible.
Años más tarde, peregriné por las mejores librerías de Francia y de España buscando en vano esta joya de la literatura universal. Por último, hace poco volví a conseguirla —de manera subrepticia, casi fraudulentamente— en esta nueva edición castellana. Luego me vi obligado a venderla, y es curioso que por más librerías de viejo que visité en Barcelona, nadie quiso comprarla a ningún precio. Sólo entonces comprendí que esta novela no quería desprenderse de mí, y que la única forma de exorcizar estos fantasmas chinos, que me persiguen desde la adolescencia, era escribiendo esta reseña.
A primera vista parece un cuento de hadas de corte medieval, pero esta impresión se desvanece tan pronto nos sumergimos en sus páginas. Monumento literario que nada tiene que envidiarle a los clásicos de Occidente, la novela parte de un hecho rigurosamente histórico, pues hubo un monje nacido en 596 que viajó hasta la India regresando a China con 657 textos budistas. Durante mil años la hazaña de este monje viajero fecundó la imaginación popular, pasando de la tradición oral al teatro hasta culminar en esta novela atribuida a Wu Cheng-En, quien nació en 1500.
Tal vez gracias a ese largo proceso de gestación, la obra no se limita a consignar el peregrinaje del monje Tripitaka y sus tres discípulos, sino que es también una crónica de lo maravilloso, un viaje iniciático, una aventura interior; un recorrido a través del Tao, amenizado con todos los metabolismos metafóricos del ying y del yang, donde se dan cita la alquimia, el budismo, el taoísmo, el confucianismo, el yoga, las artes marciales, la astrología, la metempsicosis, la escatología y la mitología chinas, la reencarnación y el arte de las diez mil metamorfosis.
En el transcurso de esta misión sagrada que dura 14 años, los cuatro peregrinos pasan por aldeas, palacios, monasterios, ríos, mares, bosques, cavernas, desfiladeros; siempre envueltos en batallas aéreas, subterráneas, submarinas y aun cósmicas, luchando contra demonios, cadáveres vivientes, esqueletadas, dragones, fantasmas, brujas lascivas, doncellas que son monstruos y todo un bestiario de criaturas sobrenaturales.
A su paso van liberando princesas raptadas, curan reyes o combaten la sequía propiciando lluvias por encantamiento. Todo lo cual se debe, no tanto al monje Tripitaka, sino al primero de sus discípulos, que es el auténtico héroe de esta gesta: el Rey de los Monos sin duda inspirado en el dios mono Januman venerado por los hindúes. Dotado de extraordinarios poderes, el Rey Mono no sólo es capaz de volar por las nubes y transfigurarse en abeja, sino que puede multiplicarse a sí mismo hasta cien veces con sólo arrancarse un puñado de pelos y luego escupirlos.
Todo en este libro es fantástico, desde la cosmogonía inicial —una versión china del Génesis— hasta el nacimiento de este Mono, salido de un huevo de piedra que, a su vez, brotó de una montaña preñada por la copulación del sol con la luna. Pero este mágico macaco abusa tanto de sus atributos que será castigado por Buda a pasar quinientos años debajo de una roca. Lo mismo ocurre con los otros dos discípulos de Tripitaka: seres inmortales que por diversas causas cayeron en desgracia y ahora convierten en gloria sus antiguas condenas viajando en busca de las sagradas escrituras búdicas.
Pero si Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha fueron transformados en monstruos, y aún conservan rasgos zoomórficos, el origen del Rey de los Mono es completamente sobrenatural y, por tanto, carece de vidas anteriores. Por su carácter travieso, impetuoso, díscolo y burlón, deviene el protagonista mayor de la historia. Sus constantes batallas celestiales o terrenales contra dioses, demonios y salteadores de caminos, a menudo recuerdan las peripecias de Don Quijote con los molinos de viento. Por si fuera poco, los diálogos de Tripitaka con sus discípulos se parecen también a los del Caballero de la Triste Figura con Sancho, pues mientras el monje despliega un lenguaje trascendental, sus adeptos se contentan citando refranes populares. A su vez, el hambre insaciable de Chu Ba-Chie hace pensar en la gula del escudero de Alonso Quijano.
Todos los clásicos se dan un aire de familia. Por eso hay aquí una Bodhisattva —la deliciosa Kwan-Ing— que desciende sin cesar, prestando auxilio a los cuatro buscadores de escrituras, del mismo modo que las deidades griegas ayudaban a los contendientes en la Guerra de Troya. Si el episodio donde una diablesa seduce al monje Tripitaka recuerda en algo a Circe; y si al final aparece una variante china de la barca de Caronte; en realidad todo el viaje tiene que ver con Dante, pues los cuatro peregrinos van desde las regiones inferiores pobladas por monstruos hasta la Montaña del Espíritu, donde se entrevistan con Buda, lo que equivale a ir del Infierno al Paraíso.
La obra conserva la estructura del relato oral, donde cada uno de los cien capítulos se engarza, como los abalorios de un collar, siguiendo un poco el recurso de Scherezade. Quizás la asombrosa modernidad de esta novela se deba al humor que impregna sus páginas. No sólo resultan jocosos los personajes zoomórficos que acompañan al monje, sino que hasta los Budas se burlan y gastan bromas, como entregar rollos de sutras completamente en blanco.
Este sentido del humor a lo divino, ese desenfado sabiamente combinado con las enseñanzas más profundas, es lo que otorga inmortalidad a estas prosas chinas del siglo XVI. Aquí se pasa sin chirriar de una disquisición taoísta sobre la forma y el vacío a cualquier jarana, lo que impide el tono admonitorio de la catequesis. De esa densidad filosófica y de su estilo sostenido nace el aliento poético que distingue a las obras maestras. Cuando para describir una escena espeluznante se nos dice que “el cerebro saltó como si fueran diez mil pétalos rojizos de flor de melocotón”, cuando leemos que “Tripitaka se sentía como un salmón que hubiera escapado del engañoso fulgor de un anzuelo de oro”; o cuando sabemos que una doncella se llama “Vergüenza de la Cien Flores”, intuimos que hemos llegado al reino de la poesía, igual que los cuatro peregrinos, ya para siempre en la patria del Nirvana, cada uno instalado en su trono de loto.

(*) Publicada en Cubaencuentro el 29 de Enero del 2013. (Esta reseña fue publicada originalmente en BABELIA, No. 99, el 4 de septiembre de 1993, bajo el título Un recorrido a través del Tao).
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